Señora.

17.02.2017 21:43

Dos años en preescolar, 5 años en primaria (me salté primer grado), 5 años en bachillerato y 4 años en la universidad no te preparan… para la primera vez que te dicen ‘‘señora’’. ¿Qué persona podría confundir a esta simple mortal con un ser maduro entrado en años? ¿Qué persona podría creer que tengo mucha más edad de la que realmente tengo?

El tiempo en el que di clases en uno de los colegios más prestigiosos de la ciudad tuve que ocultar mi edad de los alumnos, sus representantes y hasta del mismo Ministerio de Educación. Mis peripecias para lograr tal fin parecieron haber dado sus frutos ya que mis historias se relacionaban cronológicamente con mi recién inventada edad.

Nunca confirmé ni negué las especulaciones que se formaban en los pasillos:

‘‘Yo creo que tiene 30, pero no crece’’

‘‘Yo creo que debe tener unos 24. Se ve joven aún’’

‘‘Nada que ver. 26 por decir bajo’’

‘‘A lo mejor tiene solo 21 y por eso no quiere decirnos’’

Tal vez la última haya sido la más acertada, aunque nunca pensarían que la excelentísima institución contrataría a una estudiante de dos carreras con 20 años y una experiencia bastante fácil de superar. Era complicado algunas veces.

La primera vez que me reuní con unos representantes eran padres divorciados pero profundamente preocupados por su hija… y yo sentía que me temblaban hasta las cosas que llevaba en la cartera. ¿Cómo iba a poder hablar con ellos y que sonara como si llevara años haciéndolo? La psicóloga me acompañó por razones competentes a su campo, pero el problema estaba dentro de mi materia. Yo era la que llevaba la batuta en la conversación.

Usé mis mejores palabras y recordé las veces que había escuchado a mi mamá hablar con los profesores que me daban clases y me aferré a esos recuerdos. La fórmula pareció dar resultado porque incluso me preguntaron (aunque creo que para sacar información) de qué universidad había egresado (según ellos, para orgullo de esta). Si vieron el nerviosismo en mi rostro, creo que lo dejaron pasar, pero esa reunión me dio la confianza suficiente para arriesgarme con dos representantes bastante duras (que los otros profesores me rogaron que no llamara o me devorarían).

Las siguientes veces que aquella interesante palabra fue dirigida a mí fue una de esas veces en las que tuve la oportunidad de utilizar el metro cuando me ‘‘daba la cola’’ el esposo de una compañera. Como aun portaba mi uniforme, era lógico que me calcularan unos cuantos años por encima.

La situación fue esta: bajé del carro de mi compañera y caminé los metros que me separaban de la primera estación. Al subir las escaleras para llegar a la taquilla, una chica de un liceo cercano caminaba casi detrás de mí, por lo que cuando me detuve para hacer la fila, su zapato pisó el mío. ‘‘Disculpe, señora. Fue un accidente’’.

El shock sorpresa de escuchar a un venezolano disculparse por algo (las cosas han cambiado mucho en los últimos años) pasó inmediatamente a segundo plano cuando analicé su disculpa. ¿Acaso el saco me agregaba décadas? ¿Mis ojeras comenzarían ya a notarse?

Lo mismo sucedió cuando subí al vagón y había un puesto disponible a unos cuantos pasos: ‘‘siéntese usted, señora’’. ¡¿Usted?! Ese señor debió haber tenido unos 40 años. Mi papá ni siquiera les dice señoras a las mujeres de su edad. Si son mucho menores, les dice ‘‘chamas’’. Si son ‘‘pavas’’ (expresión usada para una mujer en sus 30 que se ve medianamente bien), les dice ‘‘señoritas’’ y sonríe. A mí nadie me ha dicho ninguna de esas. Señorita, a lo mejor, pero seguro no lo escuché.

Una vez, durante mis prácticas de impreso, una mujer llamó para reportar un caso de discriminación por discapacidad (obviamente no podía perdérmelo). Fui la única conocedora (o ‘‘tratante’’) del caso ya que solo comentaba asuntos técnicos con los editores, pero solo yo me contactaba con ella. Después de dos llamabas y ver mi interés por mejorar su situación, la mujer empezó a llamarme ‘‘doctora’’, no ‘‘licenciada’’ ni ‘‘señora’’, sino DOCTORA.

Desde la primera vez que escuché esa palabra supe que quería más que nada en el mundo ser merecedora algún día de ella. Por más que intenté corregirla (no puse mucho empeño), la mujer seguía diciéndome así, por lo que terminé acostumbrándome (muy a mi pesar, obviamente). Quizás haya sido lo más emocionante (telefónicamente hablando) que me haya sucedido en las prácticas… eso y hablar con diputados de la Asamblea Nacional.

Hoy, en otro de mis paseos por el metro, llegué a la estación de la cual sale el metrobus que me deja medianamente cerca de mi casa. Cuando logré sentarme (unas paradas después) una chica liceísta me pidió una llamada usando el ahora tan común ‘‘disculpe, señora, ¿podría…?’’. A lo mejor mis leggings negros, mi pulsera púrpura y mi labial morado intenso no fueron una señal muy clara de mi edad… pero parece que es un mal con el que debo vivir.

 

Se despide, La Jonatica Casi Licenciada