Mayoría de edad.
El alcohol es uno de esos inventos que causa reacciones extrañas. ¿Por qué seguir tomando algo que te quema desde la garganta hasta el estómago? La respuesta: somos masoquistas por naturaleza.
El sábado era mi día. El día en el que quería hacer todo y a la vez nada. El día en el que tomaría cartas en un asunto que tenía cuatro años perturbándome. El día…en el que terminé diciéndole al mundo que dejara de moverse.
Una mujer siempre tiene una parte de su corazón reservada a alguien. A alguien que puede o no volver, a alguien que puede o no amarla y a alguien que puede o no ver a menudo. Mi ‘’alguien’’ siempre sería él.
Él hacía que me temblaran las piernas y que el aire se condensara en mis pulmones. Llegaba a un lugar y solo eso bastaba para lograr que la sangre se apresurara al norte y pintara mis mejillas. Era increíble las reacciones que provocaban su sola presencia.
Debía admitir que solía ser muy detallista en cuanto a mi imagen cuando sabía que lo vería. Quería impresionarlo, no del tipo de impresión ‘’eres la mujer más hermosa sobre la faz de la tierra’’, sino ‘’hoy te ves especialmente linda’’. Con eso me bastaba para conservar la sonrisa toda la noche.
La tarde caía tranquila mientras conversaba con mi mejor amigo y un agregado que terminó siendo mi cuidador. Retorcía los dedos nerviosa y detallaba cada carro que pasaba por mi casa. Era la hora del show.
Desde mi cumpleaños número 15, tomé una decisión: dejaría de preocuparme por los invitados a mis reuniones. El que vino era porque le tocaba.
Solo uno de mis mejores amigos estuvo presente. No había estado en mis últimos cumpleaños por motivos ajenos a la voluntad de ambos.
No tuve a ninguno del Horance o del Elite conmigo. Volví a sentir que estaba en bachillerato y que el tiempo no había pasado. Vino uno que se graduó conmigo y dos hermanas que habían sido mis amigas desde primer o segundo año.
Vinieron mis primos y con ellos trajeron a mi ‘’alguien’’ que, por cierto, hizo que el aire me abandonara apenas sacó su cuerpo del carro.
Mi hermana de crianza se hizo presente con mi hermosa sobrina que cada día estaba más hermosa, más habladora y más sonriente. Me sentí la tía más afortunada del universo entero.
Reí hasta que me dolieron las costillas. Bailé con mi hermosa pareja de un escaso metro y dos años de edad que resultó ser una bailarina consagrada.
El alcohol también formó parte del espectáculo y logró que mi lengua fuera más decidida pero también más torpe.
Mi madre llamó a todos para cortar la torta y cantar el usual cumpleaños, pero yo estaba atada a la silla. El cuerpo me pesaba y el mundo se movía de más. Ese fue el momento en el que, quien menos esperaba, se volvió mi apoyo.
Los rostros ocupaban todo mi campo visual y me miraban como si fuera el pegamento de una familia, como si fuera la razón por la que todos habían dejado de lado cualquier compromiso solo para venir y desearme un feliz nuevo año. El hilo de mis pensamientos me hizo soltar un pequeño hipo que provocó una inundación en mis ojos: tenía 18 años al fin.
Pedí el mismo deseo que había pedido hacía unos tres años y soplé. La vela quiso jugar conmigo aferrándose a la vida, pero decidí que el deseo estaba listo y solo necesitaba un soplo más para ser cumplido.
Me apoyé en la pared mientras los abrazos se acercaban a mí. Primero mis padres, luego mis tíos y después mi gente. La gente que amaba, la que quería a mi lado, la que anhelaba conservar por siempre.
Él se acercó y me dio un sincero abrazo que despertó la parte de mi cuerpo que casi perdía la batalla. Besé su mejilla y me di por vencida: hoy no era el día en el que mi deseo se cumpliría.
Con ayuda volví a mi silla y acepté la derrota.
Pocos minutos después, mi familia debía irse. Los acompañé a la puerta y me despedí de todos ellos, hasta de él. Cuando se subió al carro, bajó el vidrio. Le pregunté si sabía que lo quería y me dijo que él también. Respiré profundo y le dije que yo lo quería y él no a mí. Sus ojos brillaron y casi pude escuchar el click en su cabeza cuando lo comprendió: acababa de confesármele por segunda vez en la vida.
El carro cruzó la esquina y las lágrimas me abandonaron. Estaba hecho.
Saqué el vino de la nevera con paso (muy) vacilante y me senté a contarle a mi familia, mi mejor amigo y mi nuevo apoyo cómo me había dado cuenta de la magnitud de mis sentimientos, pero ellos solo escuchaban balbuceos y, lo poco que escuchaban, era repetido una o más veces.
Después de cosas que no quiero mencionar y una casi dormida en el piso de la sala, me lancé a la inconciencia, ya que eso, de aquí a la China, era demasiado pesado para ser considerado solo sueño.
Me despertó mi mejor amigo que, curiosamente, aún seguía en mi casa. Necesitaba que le llamara un taxi. Con su ayuda, me levanté para darme cuenta de que no tenía la misma ropa que el día anterior. Usaba un vestido de casa que era de mi abuela cuando ayer llevaba unos leggins y una camisa de diferentes tonalidades. Llamé al taxi que, no sé cómo, llegó a la casa con mis atropelladas indicaciones y dejé que mis dos amigos se fueran.
Entré a la casa y detallé el lugar. ¿Era yo la culpable de ese desastre? Mis zapatos estaban en una esquina, mis zarcillos en cada lado de la mesa, mi cadena al borde del precipicio y mi ropa… ¿dónde estaba mi ropa?
Los flashes de la noche anterior me atacaron dejándome un severo dolor de la cabeza y una inquietud nueva: ¿yo había contado toda la historia y nadie me había callado?
La noche había sido larga y el día no tenía horas suficientes para reponerme. El cansancio era extremo, sentí que había corrido un maratón.
Me miré al espejo, suspiré y me di por vencida. Él siempre sería él y lo sabía, pero era hora de dejar que las cosas siguieran su curso natural.
Se despide, La Jonatica Universitaria