Emigrar
Emigrar es un verbo de la primera declinación en español (pertenecen a esta aquellos terminados en –ar), de naturaleza intransitivo (no requiere de complementos directos o indirectos) y que tiene una variedad de significados dependiendo la situación. Según la Real Academia Española, en su diccionario esencial del 2006, emigrar es:
‘’Dicho de una persona, de una familia o de un pueblo: dejar o abandonar su propio país con ánimo de establecerse en otro extranjero.// Abandonar la residencia habitual dentro del propio país, en busca de mejores medios de vida.// Ausentarse temporalmente del propio país para hacer en otro determinadas faenas.’’
También me parece importante destacar la definición de emigración golondrina (aquella en que el emigrante no va a establecerse en otro país, sino a realizar en él ciertos trabajos y después vuelve a su patria) y emigrado (dicho de una persona, sobre todo de la obligada generalmente por circunstancias políticas que reside fuera de su patria).
Como estudiante de letras y posterior estudiante de la maestría en lingüística, es casi obligatorio conocer el significado de todas las palabras que utilizamos a diario… sobre todo de las más dolorosas.
El 2017, especialmente, fue un año de muchas despedidas para mí. No solo despedirme de mi primera carrera universitaria, si no también tener que desprenderme de una rutina a la que ya me había acostumbrado. Tuve que dejar de frecuentar amigos que comenzaron siendo simples conocidos y que ahora solo veo por publicaciones en el Facebook o cortas (cortísimas) videollamadas en whatsapp. Dejé ir a tantas personas y solté tantas lágrimas que inocentemente creí que ya había agotado mis reservas.
Uno de los primeros golpes que me trajo el 2018 fue en febrero, cuando la mamá de una amiga muy querida murió estando en Venezuela y mi amiga en Perú. Me enteré de madrugada, una de esas noches en las que no puedes conciliar el sueño y no sabes por qué. Ella, con todo el dolor de su corazón, estaba actualizando a familia y amigos a través de sus redes sobre los servicios funerarios de la mujer que le había dado la vida. Una tristeza me recorrió el cuerpo igual que una corriente eléctrica y comencé a llorar como si fuera mi propia madre la que hubiese perecido en manos del cáncer. Recordé las veces que Ana había dado brincos y saltos para costear una tomografía o una consulta o para comer esa semana; recordé todas las veces que incluí a su madre en mis oraciones, que quise ayudar más, que quise dar más… Y luego me asaltó el terrible miedo de todo emigrante: no poder dar un último adiós.
Aún siendo de madrugada, aún sin poder pegar un ojo, decidí escribir un sentido mensaje creyendo que lo leería muchas horas después, aunque no me sorprendió en absoluto su inmediata respuesta. Lloramos juntas a 3 países de distancia un dolor que ninguna sabía era compartido. En contadas ocasiones había sentido una conexión tan fuerte con alguien. Deseé más que nada en el mundo que el amor de su novio bastara para dar consuelo a su corazón.
Desde que tengo uso de razón, la migración ha estado en mi vida. Primero fue mi primo con su esposa e hijo, quienes luego tuvieron otro hijo en su país receptor al que conocí poco después de que les fuera otorgada la nacionalidad por permanencia y vinieran de visita. Luego mi otra prima, es decir su hermana, con su esposo e hija. Estos dos son hijos de mi tío materno mayor.
Con el pasar de los años, les siguieron los primeros 3 hijos de mi segundo tío, cada quien con su respectiva familia. Eventualmente su cuarta hija se quedó con su madre aquí mientras los dos últimos también alzaban vuelo. Debo admitir que ver a mi tío dejar ir a casi todos sus hijos en tiempo récord fue doloroso, aún cuando él tiene más posibilidades de verlos que yo. Sus idas son más felices mientras que cada regreso es más lúgubre, en parte por la separación y en parte por el acelerado deterioro de la situación política del país.
Con un nudo en la garganta, luego de ocho meses, mi prima-hermana (hija del tío que antecede a mi madre) partió con mi sobrino a reencontrarse con su esposo en un país distinto al del resto. Su partida me dolió más de lo que me atrevo a decir y no hay día que pase en el que no extrañe las noches en vela hablando de novios en tiempos de antaño o las tardes en las que mi nombre era gritado por un enano de tres años que corría como un caballo desbocado.
Siguéndola con solo 5 meses de diferencia, mi primo-hermano también quiso ser el primero de la familia y se abrió paso en un país distinto con la promesa de que abrazaría a su esposa e hija antes de finalizar el año… y lo cumplió ocho meses después.
Fuimos quedando…fuimos quedando…
Mi esposo me escribe todos los días preguntándome si comí, si tengo dinero para pagar el transporte público, si ya me hice el mantenimiento mensual de mi ortodoncia, si tengo ropa limpia, si aún mis precarias gomas siguen vivas… si tengo todo lo necesario para vivir medianamente bien. Yo, en cambio, le pregunto qué desayunó, a qué hora oscureció (suele ser pasadas las 8pm), si había mucho tráfico camino al trabajo, si el jefe se despertó de buen humor, si los gatos que él y su primo adoptaron lo dejaron dormir… Y todos los días ambos decimos las mismas palabras: ‘’cuando estés aquí’’ y ‘’cuando esté allá’’.
Mi musa de escritora casi nunca me acompaña, incluso escribiendo estas líneas me abandonó un millar de veces, pero trato de amarrarla a mí. Mis papás quieren mantenerme ocupada todo el tiempo para ignorar las ausencias, pero ni la mayor carga del mundo puede aliviar un corazón destrozado. Retomé mi hábito de lectura hace poco y debo decir que no me ha decepcionado.
Tengo mucho que decir y pocas palabras para explicarlo. Tengo tantos sueños que cumplir y, a veces, tan pocas ganas. Muchos dicen que tengo una depresión en progreso, aunque mi mamá la llama jocosamente ‘depresión depresiva en grado progresivo’. Quizá tenga razón.
Sin importar lo cansada que me deje el día, cuando todas las luces se apagan, cuando reina el silencio, cuando soy la única persona despierta en la casa, la soledad puede llegar a ser abrumadora. Las lágrimas, en muchas ocasiones, llegan a mí antes de que sea siquiera consiente de ellas. Extraño tener un pecho cálido en el que descansar mi cabeza luego de una pesadilla, un oído atento al que contarle una larga historia sobre un corto viaje en transporte público, una sonrisa perenne al hablar de aquello que me apasiona, unos ojos eclipsantes que me recuerdan por qué estoy aquí y una palabra precisa cuando siento que ya no puedo más.
En muchas oportunidades creo que extraño a las personas cuando en realidad creo que extraño solo momentos que, en mi memoria, fueron perfectos. Por ejemplo, tal vez no ame con locura a quienes se graduaron conmigo de bachillerato, pero no hubo día más feliz (hasta ese entonces) que el de nuestra graduación. Saber que nos esperaban cosas más grandes desde ese momento fue lo que nos hizo, al menos por un breve lapso de tiempo, ser los mejores amigos del mundo.
No extraño tanto la universidad como cuando tenía horas libres entre clases. Lanzar mis cosas al piso mientras me escurría contra la pared y saludaba a cuanto conocido pasara era casi tan bueno como ir a la taguara (una especie de cafetín en el que se vende prácticamente de todo) a pedir un jugo de piña sabiendo que te darían una cerveza. Nunca he sido fanática del alcohol, pero un líquido burbujeante con sabor a cartón mojado no debería considerarse como tal.
Recuerdo la primera impresión que me llevé del turno nocturno cuando estaba en el segundo semestre. Quedé enamorada de su heterogeneidad y vitalidad, lo que me hizo ser la primera de mi grupo en incursionar en aquel mundo de personas con responsabilidades matutinas y vespertinas. Tan solo dos semestres después, descubrí que la soledad llega a los lugares menos pensados. Mi tercer semestre nocturno transcurrió entre pasillos vacíos iluminados débilmente por dos bombillos y un ‘’señor de seguridad’’ presionando al profesor para salir antes de la hora porque ‘’hasta los de la línea de taxi se fueron’’.
Con la situación política no solo emigraron potenciales genios que impulsarían al país, sino también un mundo de esperanzas que se deshicieron entre calles llenas de basura y apagones generales. Se fue el amigo de toda la vida que vivía a dos calles de mi casa, el señor que vendía periódicos desde que el mundo es mundo en la esquina del colegio, la señora de la panadería que siempre tenía los labios pintados de rosado y la muchacha que se subía al bus todos los días a las 6 en punto de la mañana. Se fue el profesor que no explicaba bien, pero también el que nos hacía amar nuestra carrera; se fue el mejor estudiante a limpiar pisos y el peor con cargo de gerente.
Lentamente se nos fueron los sueños y la vida entera tenía que caber en dos maletas de 21 o 23 kilos y en un mínimo bolso no mayor a 8. Tal vez no se pueda meter ahí mi hermosa Sierra de Perijá, el pestilente pero insigne Lago de Maracaibo, el ‘’coloso’’ Puente sobre El Lago, el inmenso monumento a nuestra Virgen de Chiquinquirá, ni las otras tantas cosas que nos hacen ser de Maracaibo, del Zulia o de Venezuela, pero segura estoy de que, al menos en el corazón, todo entra así sea apretadito.
No me puedo llevar mi Sierra dobladita entre la ropa, pero puedo llevarme las risas que he compartido durante este corto caminar. Tal vez no pueda llevarme todos los regalos artesanales que me han hecho, pero siempre tendré presente que Patüme es sinónimo de hola, buenas, bien, bueno y de todo lo maravilloso, no por nada le pusimos ‘’la vieja confiable’’. Es probable que me esté adelantando aún a esa dolorosa despedida, pero es imposible no querer vivirlo todo cuando sientes que las agujas del reloj te golpearán la cabeza o harán tropezar tus pies si no te mueves lo suficientemente rápido.
No me puedo llevar a mi China amada, pero me llevo todos sus milagros y el millar de promesas que ha cumplido a toda su feligresía por años. Nunca te pedí más que salud, madre, porque has sido tan buena conmigo que me parece una falta de respeto. Me llevaré todas las gaitas que tus hijos te han escrito y ese escalofrío que me recorre la columna de extremo a extremo cuando entono tu himno. Me llevo las lágrimas que derramé tantas veces frente a ti, cuando sin pensarlo me respondiste bajito, casi en un susurro, que dejara todo en tus manos, que preocuparme solo atrasaría el correcto caminar.
No me llevo el Lago ni el Puente, pero me llevo la felicidad que siempre nos traía a mi familia atravesarlo para reencontrarnos con ese tío o aquél primo que hacía tanto no veíamos; esa emoción que cruzó el pequeño cuerpecito de mi hermano cuando, a sus cuatro años, se asomó por la ventana del carro y vio un barco navegar lentamente, como si el lugar fuera suyo, y exclamó ‘’papi, mira. Es un barco grandotooooteee’’. Me llevo todas las madrugadas que lo cruzamos con desconocidos en una ‘’salida de campo de la universidad’’ y regresamos una tarde con una familia nueva.
Venezuela no es solamente un país que aparece en el mapa o que tiene aproximadamente 30 millones de habitantes…ni siquiera es el país de las mujeres más bellas. Venezuela es el país donde un ‘pana’ es alguien que adoptas como tu hermano, lo quiera o no; donde ‘ya vengo’ era una excusa para quedarse hablando en la panadería con alguien que te encontraste de casualidad; donde ‘una reunioncita’ en tu casa terminaba siendo una fiesta donde iban hasta los papás de tus amigos y ellos también se divertían.
Crecí en un lugar que, aunque no era el mejor del mundo, no me avergüenza llamar mi hogar. Hoy estoy a segundos, minutos, horas, días, meses o años de irme y me atrevo a afirmar que, sin importar el país que me acoja o la nacionalidad que algún día adquiera, llevaré en alto el nombre del país de mis recuerdos. Soy la hija de Duilia y de Elvin por alguna razón; soy la hermana de Elvin Manuel por pura suerte y azar; y soy la orgullosa esposa de Jose Luis por decisión y entrega… ahora tengo que hacer que todo eso valga.