Crónica de un viaje medio anunciado
La historia de cómo viví el viaje más importante de mis 23 años
Maracaibo
Nunca había viajado sola. Pasé meses tratando de convencer a mis papás de que me dejaran viajar con mi mejor amiga y su grupo a la tan soñada Sierra de Perijá, la misma que había estudiado hasta el cansancio, donde viven los Yukpas, un pueblo indígena que me enamoró desde su primera leyenda. Después de intentar e intentar, finalmente logré el esperado ‘‘sí’’ y emprendí mi primer viaje sin ninguno de mis padres.
El recorrido lo hice unas seis veces más con ella, con su grupo y con una fundación que se ganó mi corazón y me convirtió en parte de esa etnia tan maravillosa. Me vine sola en autobús dos veces, pero que me dejaran en el terminal de allá y luego me buscaran en el terminal de mi ciudad no creo que cuente como ‘‘viajar sola’’.
Cuando Jose Luis y yo tomamos la decisión de que había llegado el momento de reencontrarnos, mi primer pensamiento no fue de temor, sino de anticipación. Sabía que tenía que buscar boletos de avión, organizar el viaje por tierra, esperar a que él comprara el boleto dentro de Brasil, tener una ‘‘reserva’’ de dinero fuera de todos los pagos ‘‘porque uno nunca sabe’’ y de más. No tuve tiempo de pensar en qué me estaba metiendo hasta que faltaban solo tres días. Ahí fue cuando me desplomé.
Mi madre, siempre madre, decidió comprar un boleto ida y vuelta a la ciudad de Caracas (capital de Venezuela y mi primera parada) para acompañarme en mi primera vez en un avión. Al principio me rehusé por el tema del costo del boleto, pero luego accedí porque, honestamente, no quería hacerlo sola. Nuestra travesía en conjunto comenzó el martes 15 de mayo a las 3:35am. Mi tío Celio llegó a la casa con la seguridad de quien sabe que no me verá dentro de mucho, pero con la esperanza de verme feliz al lado de mi esposo. Mi hermano decidió quedarse en casa y mi papá, contra mi voluntad y por solicitud de mi tío, nos acompañó para que él no manejara el camino de vuelta solo.
Llegamos al aeropuerto y mi expectativa iba creciendo conforme caminaba. Me acerqué temerosa al mostrador y fui la primera en hablar. Me preguntaron si iba con la señora detrás de mí, dije que sí y nos asignaron puesto juntas. Nos sentamos a esperar el tiempo restante para ir hacia el área exclusiva de abordaje y mi papá me cobijó en sus brazos como hacía tantos años cuando aún no aprendía a caminar. Me recordó cuánto me ama, cuánto espera que vuelva a él, lo importante que soy en su vida y podía sentir cómo las lágrimas pujaban por salir, pero me había hecho una promesa a mí misma: no haría la misma escena que vi tantas veces.
Los aeropuertos y terminales terrestres desde hacía varios años en Venezuela eran lugar de despedida y lágrimas. Mi mamá viaja a Estados Unidos una vez cada año y medio y siempre teníamos la certeza de que regresaría, pero la última vez, al ver el desespero de tantas familias, por un momento sentí que no la vería en mucho tiempo. Odio las despedidas y más si son desesperadas, así que no quería que fueran a despedirme al aeropuerto, pero las circunstancias se dieron de esa forma. Abracé a los míos en casa, los amé, les dije cuánto los extrañaría, lloré y morí…en mi casa.
El momento llegó. Mi tío me abrazó con emoción contenida, me deseó lo mejor y me dejó en los brazos del primer hombre que me amó. Sus lágrimas bailaban tensamente en la orilla de su mirada y con un suspiro de resignación mezclado con esperanza me lanzó a lo desconocido. Besó a mi madre como tantas veces lo hizo y creo haber escuchado ‘‘cuida a nuestra hija’’. Ya mi corazón estaba hecho trizas por haberme encomendado a la Virgen de Chiquinquirá, mi ‘‘Chinita’’, patrona de mi ciudad, de todo lo conocido por nosotros y guía de corazones viajeros del Aeropuerto ‘‘La Chinita’’.
Atravesé los controles que me separaban del último vistazo de mi ciudad natal y esperé en compañía de muchos, pero aún en completa soledad emocional, el momento del abordaje. Hicimos la fila, pasamos por el mostrador de chequeo y salí para encontrarme con uno de mis mayores temores. Mi mamá me empujaba prácticamente mientras yo rezaba en silencio para tratar de alejar de mi mente el maratón de ‘‘Catástrofes Aéreas’’ que no terminé de ver por los cortes eléctricos.
Subí la escalera y la sensación de espacio cerrado me golpeó inmediatamente. Seguí balbuceando los números hasta que encontré nuestras butacas. Guardé mi bolso, me senté en el puesto de la ventanilla (que amablemente me fue cedido por mi progenitora) y, casi antes de que terminara de sentarse, tomé la mano de mi mamá y respiré profundo 50 veces. Yo podía con esto, ¿cierto? La idea de que aún me esperaban tres aviones más no me tranquilizaba.
Después de la explicación exhaustiva por parte del personal de cabina en caso de que fuéramos a morir (explicación que escuché al pie de la letra), el avión comenzó su lento andar hacia la ‘‘cola’’ de despegue. En ese horario saldrían únicamente dos vuelos, así que solo teníamos uno por delante con exactamente el mismo destino y casi el mismo número, lo que había ocasionado confusión en algunos pasajeros momentos antes del abordaje.
La velocidad comenzó a aumentar y yo sentía cómo me temblaban las piernas desde el dedo meñique casi hasta la cadera. Mi mamá ya estaba entrando en un sueño liviano, pero era interrumpida por mí cada 30 segundos. Horas después me contó que el pasajero detrás de mí tenía una fobia a los aviones e iba rezando en voz alta, por eso no me dijo nada cuando solo le apreté la mano y cerré los ojos. El despegue fue lo más horrible del mundo, en ese momento, para mí, pero al estar arriba, con los oídos absurdamente tapados y el estómago en el piso, llegué a la conclusión de que la cosa no iba tan mal y que, en caso de caer, yo había prestado bastante atención a la explicación de las aeromozas.
Mi eterna compañera estaba bastante cerca del ronquido cuando el sol rompió la quietud del paisaje e iluminaba la ciudad que desaparecía bajo nosotros. Eran las 6 de la mañana del día martes cuando mi destino comenzó a cambiar.
Maiquetía
El aterrizaje fue, a mi parecer, bastante bueno, al menos no me hizo pensar que nos estrellaríamos contra algo. El piloto dio la señal y los pasajeros se apretujaron en la puerta mucho antes de que yo fuera consciente de que ya nos habíamos detenido. Esperé ya que, en palabras de mi excelentísima guía, ‘‘nadie nos está esperando’’. Salimos con la calma y parsimonia de quien se sabe a buena hora y…empezó el problema.
Maiquetía es esa novia interesada que contigo es un amor, pero a tus espaldas es horrenda. El área de espera por abordaje era un sueño; había miles de cadenas de comida diferentes, sillas cómodas, varias pantallas que anunciaban los vuelos, lugares para cargar el teléfono… Pero fuera de esas puertas, podían arrancarte el equipaje de las manos y nadie haría nada para evitarlo.
Parte de la razón por la cual mi mamá decidió acompañarme era por las terribles 12 horas de espera que tendría en Maiquetía. No podía salir porque era casi seguro que me dejarían sin nada, pero tampoco podía entrar porque mi vuelo de la tarde aún no hacía el check in, así que básicamente estábamos en el limbo. Caminamos hasta las cintas de equipaje, retiré el mío y decidimos, junto con otras 3 personas, sentarnos en las sillas más incómodas del planeta Tierra a esperar que el tiempo pasara.
Los guardias hicieron un trato con nosotras (todas éramos mujeres): podíamos entrar al área de la feria de la comida una por una mientras la otra cuidaba el equipaje. Las dos señoras a nuestro lado (una iba a Bogotá con su novio que no había llegado y la otra a Madrid con un vuelo que aún no sabía si saldría) se conocieron en el avión y decidieron permanecer juntas, así que ellas fueron las primeras en turnarse. La tercera en cuestión estaba esperando que vinieran por ella ya que haría un trámite en Caracas y regresaba el mismo día a Maracaibo, casualidad en el mismo vuelo que mi mamá.
Yo tenía un bolso con suficientes provisiones para alimentar a un ejército completo por un día, así que estaba bien. Pasamos las siguientes cuatro horas conversando acerca de lo que nos había traído aquí. Yo era la única que estaba emigrando; la de Bogotá iba a visitar a su cuñada por dos semanas y la de Madrid se había casado con un español hacía muchos años, así que siempre iba y venía. La que iba a hacer un trámite planeaba seguir los pasos de su esposo y probar suerte en el país de las oportunidades, pero aún no tenía fecha.
Después de un buen tiempo estirando las piernas, encima de la cabeza de mamá se prendió un bombillo: ‘‘¿y si vas al mostrador de la aerolínea y preguntas a qué hora puedes hacer el check in? Yo sé que nos dijeron que después de las 2, pero ya estás aquí. No pierdes nada’’. La idea no sonaba tan descabellada, así que después de negociar ir ‘‘a la velocidad del rayo’’ con una de las guardias, salí hacia el mostrador (que estaba a unos buenos 80 metros de distancia en la zona roja) y hablé con un supervisor que me dijo, para mi alivio, que podía hacerlo dentro de una hora con toda tranquilidad aunque mi vuelo fuese a las 7 de la noche y chequeara a las 11 de la mañana.
Cuando regresé, mi madre fue a hacer lo mismo con su aerolínea y, al no tener equipaje de bodega, le dijeron que podía hacer el check in cuando quisiera (su vuelo era a las 5). Esperamos la hora restante, salimos casi trotando, yo con mi mochila que pesaba sus buenos 7 kilos y ella con el monstruo con ruedas que oscilaba entre los 21 y los 22 kilos dependiendo la balanza. Hubo cierta confusión en el mostrador porque el supervisor no estaba, pero al ver mi cara de consternación me dijeron ‘‘si ya estás aquí, el supervisor te dijo eso y estás por conexión, no creo que haya problema’’. Me despedí del monstruo esperando recibirlo íntegro nuevamente (para los que no saben, las aerolíneas venezolanas son famosas por violentar las maletas sin importar si el vuelo es nacional, aunque se centran siempre en los internacionales) y perdí de vista a mi mamá los minutos que fue a su mostrador.
Me lancé a una silla, conecté mi celular y busqué sin éxito un wifi con buena señal. Estaba en el lado de la sala de abordaje menos concurrido, así que tampoco presté mucha atención ya que mi teléfono había decidido tener buena recepción. Informé de nuestra situación y mi acompañante se aplastó a mi lado y ‘‘descansó’’ los ojos con la boca abierta por un rato.
Medité un rato acerca de todo lo que estaba sucediendo y busqué distraerme lo más rápido posible. No me había permitido procesar a profundidad la gran aventura que estaba emprendiendo y no lo haría en ese momento. Aproveché un momento de lucidez de mi señora, le dejé el bolso como almohada y caminé un rato…para encontrar el que una vez fue mi hogar.
Librería del Sur
Si eres estudiante de letras, debes haber ido al menos una vez a la Librería del Sur. Es un lugar mágico perdido en el tiempo con libros absurdamente económicos (subsidiados por el gobierno) en el que fui feliz por varios semestres. Era tanto el nivel de confianza que todos conocíamos el nombre de Virginia y de la Señora Maryelis, las dos encargadas del local, quienes nos daban agua, nos permitían usar el baño y hasta nos dejaban calentar el almuerzo y comer en las sillas que estaban dispersas. Cuando digo que fue mi hogar, no miento.
En medio de mis cavilaciones y entre tanto maquillaje y ropa costosa, el nombre que me ha sido siempre tan familiar apareció. Una lágrima disimulada se me escapó al recordar cuánto nos dolió el cierre en la sede de Maracaibo y cuánto cambió su inventario las siguientes Ferias del Libro a las que asistían como invitados.
La encargada me vio y se levantó corriendo de la silla con un ‘‘a la orden’’ apresurado. Respirando profundo y a riesgo de sonar como una loca, le dije ‘‘soy de Maracaibo, estaba recordando la que una vez fue mi casa’’. Ella, en su infinita e inesperada comprensión, me invitó a pasar y a contarle mis desventuras como clienta frecuente.
Le conté de la dramatización de La Invitada que hice con Michael, de la vez que Eymmy se devolvió porque ‘‘no podía perder la oportunidad’’ de comprar un libro que vio, de la vez que compré 12 libritos y se los regalé a mis alumnos… Le conté de todo y ella escuchó atentamente. Me dijo que sabía del cierre y que lamentaba mucho que Maracaibo no pudiera seguir disfrutando de la librería.
La dejé solo unos minutos para contarle a mi mamá de su existencia y ella, sabiendo mi historial, me advirtió acerca del peso extra en mi bolso y del cargo extra a mi tarjeta. Sabía que mi bolso estaba a un suspiro de dejarme en la calle, así que no inventé mucho, pero no pude disimular mi emoción al ver el nombre de un escritor que Jose Luis admira con el alma.
Jose Luis adora los poemas de Victor Valera Mora y había dejado en casa una antología (comprada en la Librería, por cierto) que yo, por motivos de espacio, no pude llevar. La edición frente a mí era una nueva antología que supe disfrutaría, así que pregunté su precio. Como todo en la librería, el precio era tan absurdo que no pensé siquiera que mi tarjeta pasara por eso y, como no llevaba nada de efectivo, consideré incluso esperar a que la muchacha que volaría de regreso con mi mamá regresara de su diligencia a ver si le sobraba un billete.
Seguí con mi conversación al menos media hora más hasta que el relevo de mi atenta escucha llegó. Me presentó a la amable señora como ‘‘una clienta de Maracaibo que hoy se reencuentra con su casa’’ y me dejó ojear varios libros mientras ella le daba el balance de las ventas del día anterior. La señora salió a hacer algo y nos quedamos solas de nuevo. Miré el libro y le dije ‘‘si tú dices que la tarjeta pasa, yo voy y la busco’’ a lo que ella respondió con una energía sacada de un lugar desconocido ‘‘¿sabes qué? Te voy a regalar el libro’’.
Con una sonrisa sacada del fondo de un corazón lleno de amor, me entregó el libro y me deseó lo mejor en mi viaje. Salí de la Librería del Sur sabiendo que el gerente de Recursos Humanos solo contrata ángeles que aún, con toda la situación país, te alegran el día un libro a la vez. Me fui con la idea de que en los ojos de aquella chica de La Guaira se escondía la Venezuela que una vez fue ejemplo para el continente y que, con suerte, volvería pronto.
La última despedida
Ya mi madre sabía que algo había salido fuera de lo planeado cuando me vio venir con una sonrisota y un libro en la mano. Dio gracias de que fuera solo uno y, cuando le conté la historia, me dijo que uno siempre consigue ángeles en el camino si obra bien.
Nos movimos para acercarnos a las puertas por las que supuestamente abordaríamos y ella comenzó con la presión para que yo comiera. Según sus palabras, ‘‘chocolate y galletas solo funcionan si tienes segura una comida fuerte’’ y como no la tenía, ella iba a conseguirla, además ya me había comido una tableta casi completa de chocolate y estaba segura de que las hormigas vendrían por mí pronto.
Compramos un almuerzo (‘‘porque yo me regreso y tengo comida en la casa, tú no sabes’’) y lo engullí a la velocidad de la luz. No me había dado cuenta de que tenía tanta hambre hasta que, cinco bocados después, fue que me di cuenta de que el pollo estaba frío. Por razones extrañas de la vida, como mi mamá había ido a otro lugar a comprar agua (porque donde compré el almuerzo no había), yo me senté en la mesa que me pareció mejor ubicada. Sorpresa la mía cuando, al llegar, dice en voz alta ‘‘digna hija de su padre’’. Resulta que, años antes, cuando venían de México, comieron en el mismo puesto que yo había escogido y mi papá se había sentado exactamente en la tercera mesa pegada a la pared y en la misma silla que yo.
Mi puerta de abordaje era la 8 y, por los momentos, la de ella era la 7, pero alrededor de las 3:30 de la tarde la cambiaron a la 9 con la posibilidad de volverla a mover. Nos sentamos en el área de la 8 y yo hice las llamadas necesarias para saber si la empresa que me llevaría de Puerto Ordaz hasta Boa Vista podía buscarme en el aeropuerto al llegar.
Por problemas de logística, el dueño de la empresa, encargado del viaje en el que yo iba, tuvo que salir de imprevisto a otra ciudad a buscar unos pasajeros y no podía recogerme en el aeropuerto. Ante los problemas de señal telefónica que había y las complicaciones para comunicarme con la dueña de la posada, decidí hacer caso de una sugerencia de mi padre y llamé a un antiguo amigo suyo que me respondió como si fuera un tío muy querido. Le expliqué mi situación y me dijo ‘‘dame cinco minutos que voy a llamar a mi taxista de confianza’’ (porque él tenía un reposo médico que no le permitía manejar).
Cinco minutos después, tenía el nombre y el número de Frank, un señor súper amable que, sin pensarlo dos veces, me preguntó a qué hora llegaba. Le expliqué la hora aproximada y me dijo que ahí estaría. Di gracias a Dios porque mis padres conocieran a media población mundial y me preparé para la última de mis pruebas personales.
A las 4 de la tarde, para extrañeza de mi mamá, comenzaron a llamar a los pasajeros del vuelo con destino a Maracaibo. Supuestamente, ese vuelo solía atrasarse porque casi siempre lo unían con el de las 6 o las 7 por la baja demanda del horario. Esta vez fue así, pero en lugar de bajar la hora, subieron a los que salían a las 6.
Mi madre fue a preguntar hasta qué hora podía abordar y le dijeron que, como el vuelo estaba a tiempo, las puertas se cerrarían a las 4:45. Ella trató de retrasar más su ida, pero yo no quería. Pensaba, ilusamente, que podía despedirme tranquilamente de ella, pero me equivoqué.
Cuando vio que la mayoría de los pasajeros estaban abordando, se levantó de la silla, me instó a levantarme con ella y me abrazó. Yo la abracé con todo lo que tenía en el alma y respiré profundo tantas veces que sentí un leve mareo. Cuando creí que diría algo básico como ‘‘Dios te bendiga, te amo’’, se soltó en un discurso que aún tengo fresco en mi memoria. Iba más o menos así:
‘‘Te amo, hija mía. Ve a demostrarle al mundo lo que yo sé que eres. Eres valiosa, inteligente y sabes enfrentarte a muchas situaciones. Te amo con todo mi ser y estoy orgullosa de quien eres. Estás emprendiendo una aventura fascinante, solo no te olvides de dónde vienes. Siempre tendrás un hogar aquí, con nosotros. Cuando sientas que no tienes fuerzas, recuerda que estoy a una llamada de distancia. Puedes con esto y mucho más’’
Y rompí mi regla de oro. Lloré en silencio, guardando mis gemidos dolorosos solo para mis oídos y los de la mujer que me había dado la vida, la misma que me enseñó la diferencia entre un tenedor y una cuchara; la que lloró porque entré feliz al maternal y no hice un rabieta como todos los niños; la que fotografió todos mis primeros días en primaria, bachillerato, ambas universidades y la maestría…
Ella también rompió la regla en mi abrazo y lloró la hora que duró su vuelo de regreso en completa soledad, contándole a la de al lado que su única hembra y la mayor se iba del país como tantos otros. Cuando estaba abordando, a regañadientes, caminó por el ‘‘gusano’’, se giró sabiendo la posición en la que yo estaba y me lanzó un beso. Lloré los siguientes 10 minutos en completo silencio aprovechando lo cerca que estaba del vidrio y lo lejos de los otros pasajeros. Llamé a Grace, la que ha llevado con bastante acierto el título de mejor amiga, y me deshice entre palabras y lágrimas. También le estaba diciendo adiós a ella, a su hija, a Eymmy, a José Daniel, a Katherine; a todos los que han sido importantes para mí.
Respiré profundo y me dije ‘‘llora cuando estés sola, no aquí’’. Escuché música el tiempo restante y luego mi avión llegó. Esta vez subiría sola. Hice la fila respectiva, enseñé mi boleto, caminé por el gusano, saludé al piloto sonriente, caminé balbuceando mi número de asiento…y vino otra sorpresa.
Puerto Ordaz
A estas alturas, no era que no le tuviera idea a la caída del avión, pero ya sabía a qué atenerme. Si has subido a aviones antes, sabrás que hay varias salidas de emergencia y, en algunos, dos de estas están sobre las alas…justo el puesto que me tocó.
Resulta que me había tocado el asiento junto a una de las puertas de emergencia, razón por la cual tuve que guardar el pequeño bolsito donde llevaba mis documentos y casi pedirle a la aeromoza que me dejara conservar el cuaderno en el que iba reportando la bitácora de mi viaje. Este asiento es de vital importancia en caso de, disculpen que lo repita, la caída del avión y tenía que memorizar todo lo que decía el folleto de ‘‘usted fue asignado a un puesto sumamente importante’’.
Lo bueno fue que viajé prácticamente sola porque mi compañera se estaba congelando y, al haber tantos puestos vacíos, pudo cambiarse a otro sin mayor problema. El avión tenía tan pocos pasajeros que perdimos unos 15 minutos ‘‘nivelando’’ el avión porque la mayor falta era en la parte delantera. El despegue me pareció mucho más relajado, aunque creo que fue porque yo estaba más relajada.
El primer vistazo que me dio Puerto Ordaz me llenó de nostalgia. Desde el cielo, solo veía luces y más luces, contrario a mi salida de Maracaibo donde solo había oscuridad. Aterrizamos y sentí lo mismo que cuando vas corriendo y frenas de repente: casi le pegamos la nariz al suelo, según yo. Desembarcamos con un viento arrebatador y, al entrar a las cintas de equipaje, un calor infernal me golpeó sin vacilar. Ya le había dicho al señor Frank que estaba llegando, rogando a los cielos que le llegara el mensaje porque ya me habían alertado de la poca recepción que tenía esta ciudad.
En las cintas estaban saliendo maletas de un vuelo anterior, así que cuando cerraron las puertas, todos los provenientes de Caracas vivimos unos minutos de puro y genuino pánico. Poco después, volvieron a abrirlas y yo, sabiendo que mi equipaje sería de los últimos, me paré de un lado a esperar que la marea bajara.
Mi monstruo volvió a mí sano y salvo. Salí y me senté en una incómoda silla a esperar por el señor Frank. Traté de llamarlo más veces de las que recuerdo y la señal seguía en emergencia. Una señora, que resultó tener el mismo destino final que yo, me hizo compañía mientras esperaba que fueran por ella. Contrario a lo que hicieron los demás, yo esperé dentro del aeropuerto, aunque no supiera el nivel de seguridad que este tenía. Mi primera impresión fue que la gente estaba parada afuera, con sus maletas y sus celulares en la mano, sin la más mínima precaución.
Después de un mensaje tardío, un carro dio la vuelta, se estacionó frente a la puerta, le hizo una seña a la única muchacha afuera y, al ver su negativa, me observó a través del vidrio. Salí cautelosamente, con un ojo en mi equipaje, y grité su nombre. Cuando asintió, me sentí en calma de una vez. Recogí mis cosas y comencé un atropellado discurso que inició con ‘‘Ay, señor Frank’’ y terminó con ‘‘estoy cansadísima’’, todo esto en los escasos 5 metros que nos separaba del carro.
Guardó mi monstruo en la maleta, subimos y me preguntó de dónde conocía al que lo había llamado, me dijo que, por mi acento, era evidente que venía de Maracaibo; me preguntó por la gente de la posada a la que iba y otras cosas más que respondí con una voz bastante parecida a la de un borracho.
No recordaba haber estado tan cansada en mucho tiempo. Lo peor es que, en mi mente, me decía ‘‘pero si no hiciste nada’’, aunque estaba más que segura que las sillas demoniacas tenían algo que ver.
Llegamos a la posada por indicaciones de los vecinos del lugar. El señor Frank me repitió un millón de veces que, si necesitaba cualquier cosa, lo llamara que él estaría pendiente de mí. Bajó mi monstruo y lo entregó a uno de los que trabajaba en la posada, se despidió de mí y casi se marcha sin que le pagara la carrera. A veces la confianza puede ser perturbadora.
La Posada
Nunca me había quedado en una posada, ni siquiera en un hotel, más que aquella vez en la que mi primo se casó en otra ciudad y dormimos los 4 en una habitación doble. No conocía a nadie de ahí, solo a la dueña por teléfono, pero me sentí extrañamente en confianza.
Mi itinerario de viaje había cambiado dos veces desde el primer planteamiento. Originalmente, yo llegaba a Puerto Ordaz el 15 en la noche, salía el 16 en la mañana rumbo a Santa Elena de Uairén (frontera del lado venezolano), dormía en otra posada esa noche, atravesaba la trocha (camino irregular) el 17 en la mañana y llegaba a Pacaraima (frontera del lado brasilero) a sellar y todo lo demás; luego me iba al aeropuerto de Boa Vista, dormía en el piso esa noche, pasaba todo el 18 allá y abordaba mi primer vuelo a las 3am del 19.
Luego de comprar ambos boletos aéreos y cuadrar la ruta terrestre, el gobierno venezolano abrió la frontera, lo que me eximía de ir por la trocha. Si todo seguía de acuerdo al plan, llegaría a Boa Vista el 16 en la noche y pasaría dos días en el aeropuerto. José Manuel, un amigo de años que vive en Boa Vista, me ofreció su humilde morada esos dos días y estaba en consideración cuando llegó la noticia.
Hablé con la dueña de la posada, que también coordinaba el viaje, y acordamos quedarme una noche más en la posada, es decir, no salir el 16 sino el 17. Todo perfecto y hermoso y me daba la oportunidad de descansar mejor.
Cuando llegué, ella no estaba, pero los que me recibieron me hicieron sentir cómoda. Mi habitación era preciosa, con un aire que te congelaba las ideas y una cama hecha de nubes. El baño era tan bello que me bañé junto con llegar sin pensarlo dos veces. La dueña llegó una o dos horas después. La sensación de familiaridad fue inmediata. Esta era la misma mujer que había respondido las doscientas dudas que tuve, la que me dio tranquilidad cuando sentía que nada iba a salir bien y la que ahora me hablaba como si nos conociéramos desde siempre.
Cual mamá, me mandó a dormir y a ‘‘hablar de negocios’’ al día siguiente, cuando estuviese repuesta de mi viaje. Con el antecedente de tener problemas para dormir en una casa que no fuera la mía, me acosté en la mejor cama de la historia y me quedé dormida en un suspiro. A la mañana siguiente el semblante me había cambiado y no salía de mi asombro por haber dormido una noche completa en un lugar desconocido.
Salí a dar los buenos días con la firme convicción de establecer el pago exacto del servicio ya que había algunas cosas opcionales, como una o dos comidas, que yo podía escoger. Acordamos, pagué y volví a dormitar un rato más mientras le detallaba a mi mamá por videollamada la historia del vuelo, el taxista y la posada.
En la tarde, les pregunté dónde había una panadería cerca para comprar unas provisiones extra (insistencia de mi señora). Caminé dos calles y usé mis conocimientos en supervivencia para comprar pan y diablitos (jamón enlatado). Fue tanto el impacto que estuve una hora al teléfono explicándole a mi mamá que con lo que compraba una sola lata en Maracaibo, en Puerto Ordaz había comprado dos.
Durante este tiempo, tenía conversaciones ocasionales con César, el dueño de la agencia que me llevaría hasta Boa Vista. Él me dijo que estaba en una ciudad medianamente cercana recogiendo a dos pasajeros que irían conmigo, que alrededor de las 5am debía estar pasando por mí, pero que tenía un problema técnico con el carro.
Mi mantra personal en este viaje siempre fue ‘‘Dios ha sido bueno conmigo’’ y ‘‘Como Dios quiera, yo quiero’’, así que le dije que no se preocupara por algo que tenía solución. Acordamos comunicarnos nuevamente en la noche y se despidió con un ‘‘gracias por las esperanzas’’ enredado entre quejas en el fondo.
Tuve una cena deliciosa y, antes de dormir, volví a recibir una llamada de César preguntándome la hora de mi vuelo la madrugada del domingo. Al saber que los otros pasajeros y yo abordaríamos el mismo, me dijo que no había necesidad de salir tan temprano de Puerto Ordaz, así que pasaría por mí a eso de las 8 o 9 de la mañana. Volví a repetirle mi mantra y le dije ‘‘si Dios ha sido tan bueno conmigo y me ha traído hasta aquí, él es quien dirá cuál es la mejor hora para salir’’.
Al día siguiente, a las 7am ya estaba bañada, vestida, peinada y con todo acomodado. Saqué mi desayuno de mi kit de supervivencia y esperé. A las 9am vuelvo a recibir una llamada de César diciendo que no había podido solucionar el problema del carro, que iba a llamar a los otros choferes a ver si tenían un puesto disponible para las 11 de la mañana, pero salir a esa hora casi me aseguraba pasar la noche en una posada desconocida en Santa Elena donde tendría que pagar una suma que, aunque siempre consideré en el presupuesto, ya había asumido que no iba a gastarla.
Me aseguró que tenía en cuenta la hora de mi vuelo, la distancia y la necesidad que tenía de llegar a cierta hora así que me prometió, de no poder salir ese día, salir al día siguiente a las 2am con mucho tiempo de sobra aún. Accedí sin problemas y recé para que el primer plan no se diera.
Cuando el reloj marcó las 12:30, estaba más que segura que el primer plan había muerto. Hablé casualmente con Ana, la dueña de la posada, y me comunicó el cambio de planes. Me dijo que la comida que había pagado para consumir en la frontera me la darían ahí y que, por no ser mi culpa, la noche extra la pagaría César. Al ver mi calma, me preguntó por qué no estaba preocupada y con una sonrisa le contesté ‘‘cuando compré el pasaje del primer tramo de mi recorrido, le puse todo en manos a Dios. En mi familia somos creyentes de que todo pasa por algo y si Diosito lindo y bonito me trajo hasta tan lejos sin mayor contratiempo, ¿crees que me va a dejar morir ahora?’’.
Su asentimiento me hizo pensar que tal vez Dios estaba dándole un mensaje a través de mí porque, después de nuestra conversación, incluso ella se calmó. Estaba diez veces más preocupada por mi viaje que yo. Cuando le comuniqué el cambio a mis papás y a mi esposo, todos coincidieron conmigo.
El almuerzo, preparado por Ana, sabía a hogar y me puso a dormir un buen rato. En la noche, me mandó a dormir a las 9 para estar ‘‘fresca’’ a las 2am cuando el chofer, previamente confirmado, pasara por mí.
Con lo que yo no contaba era con que, al igual que la noche antes de salir de Maracaibo, la anticipación no me dejara dormir, teniéndome viendo videos y escribiendo desde las 9 hasta las 12:30 cuando no aguanté más y comencé todo el proceso de alistarme y comer algo ligero ya que mi estómago ‘‘aún no estaba del todo despierto’’.
Viaje por carretera
Exactamente a las 2:20am Ana tocó la puerta de mi cuarto alertándome de la llegada de Brian, un chofer de una línea hermana que tenía un puesto disponible ya que César no había podido resolver el inconveniente con el carro. Los dos pasajeros que tenía en Puerto La Cruz llegaron en taxi a la posada tarde en la noche, por lo tanto no pude verlos, y tendrían su salida a las 5am con un chofer de la agencia que originalmente nos llevaría.
Brian se mostró muy serio al inicio y, como yo era la primera en la vía, me tocó ser la copiloto, dándome la responsabilidad de ser la que hablara todo el camino (cosa que no me costaba en lo absoluto). Menos de 10 minutos después estábamos en una villa buscando a los otros 3 pasajeros, cuyo destino final era Argentina.
Jesús y Alejandro eran familia política, mientras que Antoni viajaba solo. Se conocieron en la posada y su experiencia allí había sido muy diferente a la mía. Los dos primeros habían llegado alrededor de las 5pm, mientras que el tercero casi a las 10, lo que no le había dado tiempo suficiente para disfrutar del servicio que había pagado.
Nuestro viaje comenzó en medio de la oscuridad de una ciudad que no pude conocer, con el letargo de quienes no habían dormido bien y con la energía de la que estaba más prendía’ que tabaco e’ bruja.
Hablé de un millón de temas y, cuando giré la cabeza, dos de los tres en el asiento trasero trataban desesperadamente de llamar a Morfeo, así que la conversación osciló entre Brian, Antoni y yo. Brian resultó más confianzudo de lo que pensaba, haciéndome reconsiderar la impresión que tenía de él, y nos contó historias de sus antiguas novias, una de ellas aeromoza, y de su pánico a los aviones. Le conté mi experiencia en los dos que llevaba y me dijo que, de haber estado al lado de la salida de emergencia, probablemente se hubiese lanzado al vacío por ella.
Antoni tenía una novia en Alemania, pero no tenía intención alguna de ir a ese país. Su propuesta fue encontrarse en Argentina, pero él ya daba por perdida la relación. Le conté de mis 8 meses separada de mi esposo y ambos me miraron como si emprendiera un viaje propio de una telenovela hacia un esperado reencuentro (en mi mente era así, aunque no corriéramos por un prado).
A las 6 de la mañana estábamos en un pueblo bastante concurrido desayunando en un comedero muy decente y con el tiempo de nuestro lado. Me planteé seriamente preguntarle a nuestro chofer si había estado en Formula 1 al menos una vez, pero las pruebas eran más que suficientes.
Me preocupaban las alcabalas (puntos de ‘‘control’’ de la Guardia y la Policía venezolana) ya que, si les gustaba algo que lleváramos, era bastante probable que nos lo quitaran y yo cargaba a cuestas mi muy manoseada laptop, único bien que podría llamar la atención. Ya que todo mi viaje estaba en manos de Dios, le encomendé nuestro camino y hasta el mismo Brian, que viajaba casi todos los días, se sorprendió de que miraran el carro por encima y nos dejaran seguir con total tranquilidad. Otra vez, Diosito lindo y bonito me había traído hasta aquí y no me iba a dejar morir.
Me reportaba con mi gente cada vez que tenía algo de señal. Jose Luis estaba que se comía las uñas, las manos y los brazos de la ansiedad, mientras que mis papás solo decían ‘‘vas con el de arriba guiando tu camino’’.
Nos abrimos paso en La Gran Sabana mucho antes de lo que yo estimaba y el tiempo estaba tan a nuestro favor que pudimos hacer dos o tres paradas turísticas y documentar los paisajes que dejábamos en la Venezuela a la que todos esperábamos regresar alguna vez.
Con respecto a migración, Jose Luis me había dicho un millón de veces que dijera que estaba de visita, pero que pidiera 90 días. Había leído en varios grupos de ayuda que la migración brasilera era muy diferente a la de los otros países ya que en esta podías ser honesto y no había inconveniente, por lo que dediqué las horas que duró mi viaje por tierra a ponderar mis opciones.
Cuando llegamos a Santa Elena de Uairén no era ni siquiera mediodía. Debíamos hacer un transbordo ya que esta agencia en particular trabajaba en conjunto con los ‘‘Pacaraimos’’, choferes de Pacaraima que tenían permiso para cruzar por los puestos venezolanos y brasileros sin problema. Si hubiésemos seguido, era bastante probable que perdiéramos un rato largo tramitando los permisos del carro con placa venezolana en el que íbamos.
Nos despedimos de Brian y le dimos las gracias por todos sus consejos. Cambiamos nuestro dinero con un ‘‘trocador’’ (trocar en portugués es cambiar) de confianza que, aunque nos pagó a una tasa ligeramente baja, nos dio la seguridad de que nadie fuera de nosotros sabía de la cantidad de dinero que llevábamos. Ya nos habían alertado de trocadores que cambiaban a la mejor tasa del planeta, pero le avisaban a los guardias y estos te quitaban parte de lo que tenías, así que era mejor ir por lo seguro.
Ahí conocimos a Manuel (Manueu), un brasilero que hablaba (o eso creía) y entendía español, aunque con el acento muy marcado. Nos llevó hasta la línea que dividía el territorio venezolano del brasilero y tuvimos que bajar todas nuestras cosas para que fueran revisadas por la Guardia venezolana. Entré en pánico cuando escuché que teníamos que sacar todo hasta dejar vacías las maletas y recordé que todo lo que llevaba dentro del monstruo estaba perfectamente enrollado y organizado para que cerrara. Había tardado dos días en armarla y el tiempo que estuve en la posada usé la ropa que había apartado con anterioridad para no desacomodar nada.
Mis acompañantes estaban con dos guardias y yo me paré detrás de ellos analizando el tiempo que me tardaría en poner todo otra vez en su lugar. En medio de mis cavilaciones, una guardia tal vez 3 o 4 años mayor que yo me llamó. Me vio arrastrar precariamente al monstruo y ponerlo al lado de la mesa. Me quité la mochila y el bolsito que mi mamá, sabiamente, me había dado en Maiquetía ‘‘porque uno nunca sabe’’ donde tenía las cosas que hacían más bulto incluyendo la comida. La femenina me preguntó a dónde iba, respondí que a Boa Vista sin dar mayores explicaciones, pero me delató la cantidad de papeles y el inconfundible portatítulos que llevaba. Me miró con ojos de comprensión, apenas observando lo que yo mostraba a través de la abertura de ambos bolsos y le pregunté con evidente cansancio si tendría que abrir la maleta. Ella, al ver el tamaño, me dijo que lo dejara así y que siguiera mi camino, exclamando un bajito ‘‘mucha suerte’’ sabiendo que tal vez no había sido totalmente honesta con mi destino.
Caminé hasta Manuel para darle a mi monstruo intacto viendo sorprendida que había sido la primera en salir de la revisión, por lo que fui con paso decidido al tráiler en el que me sellarían la salida de Venezuela. Entré a duras penas por la puerta ya que había olvidado que aún llevaba ambos bolsos encima y me senté al lado de un hombre con una lista y una computadora. Me preguntó a donde iba, dije que a Boa Vista, ingresó mis datos, me anotó en la lista y colocó el sello que consolidaba mi salida definitiva del país.
Esperé en el carro a que los demás sellaran y escuché que Alejandro viajaba sin pasaporte, por lo que él tendría que pedir un permiso especial del lado brasilero, así que, realmente, no quedaba ningún registro en Venezuela de su salida.
Migración
Todos subimos, rodamos unos cinco metros y ya estábamos en Brasil. Mi emoción fue evidente, brinqué y salté en mi puesto sabiendo que lo peor había pasado y que lo habíamos superado sin mayor contratiempo.
Llegamos a las carpas de migración y Manuel nos dijo que debíamos entrar sin nada, por lo que, haciendo gala de una confianza que no sabíamos que teníamos en él, bajamos del carro con nuestras identificaciones en la mano solamente. Jesús, que había vomitado unas 8 veces en el camino por sufrir de vértigo aún a sus 24 años, tuvo un leve ataque de histeria que casi termina en un batazo por nuestra parte al ver que Manuel no podía estacionar frente a las carpas porque iba a ser multado, por lo que comenzó a decir ‘‘¿y si nos roba todo? Bueno, yo al menos tengo mi dinero y mis papeles encima… ¿pero y si nos roba todo?’’. Pocas veces había compartido con otra persona el deseo de apuñalar a alguien, pero estaba segura que Antoni y yo estábamos en la misma frecuencia de ondas. Alejandro, por otra parte, tuvo que hacer una cola considerablemente larga para el permiso por viaje con cédula, mientras que nosotros tres teníamos unas 15 personas por delante solamente.
Estuvimos afuera unos minutos y luego entramos al área de espera dentro de la carpa. En la puerta nos preguntaron nuestro destino: ellos dijeron Argentina y yo Río de Janeiro. El tema de la Samba salió a colación y me hizo pensar que para vivir en Río era obligatorio saber bailarla.
Nos sentamos en las bancas y retomamos cualquier conversación que dejamos inconclusa en el camino, queriendo matar a Jesús por casi desnucarse buscando a Manuel. Yo recordé que nos había dicho que esperaría en el punto de control de la agencia, así que tampoco debía estar muy lejos. Honestamente, nunca me preocupé.
Los guardias brasileros son muy diferentes a los venezolanos, comenzando porque, al verlos, tienes la certeza de que te podrían alzar del suelo con un solo brazo mientras con el otro disparan. Mi primer choque real con el portugués fue bastante suave, por decirlo así, ya que tenía meses escuchando conversaciones y podía entender medianamente, pero no sabía cómo responder. Vivimos un juego extraño de la silla caliente en el que los guardias acomodaron un millón de veces las bancas, por lo que nos levantamos no menos de 5 veces sin avanzar ni un solo puesto.
La parte de vacunación estaba al lado. Había leído que la vacunación no era obligatoria como tal ya que, en mi caso, podía vacunarme cuando me inscribiera en el sistema de salud, pero debía pasar primero por migración a ver qué me decían ellos.
Entramos a la oficina. La cola por cédula era inmensa en la oficina, en el área de espera y en la parte de afuera de la carpa… Sentía que pasaríamos horas ahí esperando por Alejandro.
Para los de pasaporte, había dos oficiales asignados; uno con cara muy seria de unos treinta y muchos o cuarenta y pocos y un señor entrado en edad con una sonrisa perenne aunque fuese mediodía y, por la conversación que escuché, no hubiese ni desayunado bien. Ya había decidido ser honesta con respecto a mi destino rezándole a Dios que no tuviese ningún problema por ello. Me llegó vagamente la idea a la cabeza de que no sabía dónde viviría y de que Jose Luis, al estar trabajando, no me contestaría el teléfono (a menos que fuera insistente) si me hacían llamarlo para confirmar.
El señor nos llamó en un grupo de tres, quedando con Antoni y una señora que también iba a Argentina, pero estaba más nerviosa que yo. Nos preguntó nuestros destinos y, creo que a propósito, me dejó de última. Le deseó suerte a Antoni en un portuñol bien trabajado, aunque, para mi sorpresa, dos o tres oraciones tuve que traducírselas. Se fue y pasó a la señora que, por una razón que aún desconozco, iba a salir en avión un día después, pero quería quedarse más tiempo, pero venía de visita, pero sí, pero no. Cuando se marchó, el oficial respiró profundo e hizo contacto visual conmigo. Me preguntó seriamente a qué venía, si de tránsito o a morar (vivir) y yo respondí sin vacilar ‘‘a vivir. Mi esposo me está esperando’’.
Como ya había dicho que iba a Río de Janeiro, el oficial tecleó varias cosas en la computadora mientras yo temblaba por la anticipación. Él me sonrió y me preguntó si mi esposo estaba legal, a lo que respondí que sí. Después de eso, se lanzó en una bastante específica explicación de todo lo que tenía que hacer para solicitar la residencia. Con la certeza de quien sabe que todo irá bien, me relajé y tuve que volver a decir que, por los momentos, no sabía bailar Samba, pero que prometía aprender. A estas alturas ya estaba segura que el baile era requisito obligatorio de entrada.
Con una sonrisa honesta y una conversación considerablemente buena, el oficial me deseó suerte y todas mis preocupaciones se fueron cuando escuché "Bienvenida a Brasil". Internamente estaba llorando de la felicidad...hasta que me dijo "no creas que te vas a escapar. Tienes que ir a vacunarte". Se suponía que eso podía hacerlo después, pero no iba a decirle que no, además ya estaba ahí y tenía suficiente tiempo de sobra considerando el centenar que tenía Alejandro por delante todavía.
Pasé al área de vacunación con los nervios muchísimo más relajados. Tenía permiso legal para estar dentro del país por 60 días y el conteo regresivo para ese anhelado segundo primer beso estaba a 24 horas de llegar a su fin.
Saludé en portugués lo mejor que pude y las tres personas por las que tuve que pasar antes de la terrible inyección me respondieron sorprendidos. ¿Es que nadie tenía la deferencia de al menos saludar en el idioma del país que les abría las puertas? Bien sea por tránsito o por estadía, creo que todos deberíamos saber, como mínimo, decir "buenos días" y "gracias".
Primero, el guardia que llenó mi ficha fue muy amable conmigo al ver mi interés en el saludo, por lo que me preguntó si hablaba portugués, a lo que respondí que aún no, pero que lo comprendía muy bien. Con una sonrisa que denotaba su alegría por no tener que forzar su español, me hizo unas preguntas y luego me indicó que pasara.
La siguiente, la mujer encargada de revisar la ficha que yo conservaría y de seleccionar las tres vacunas que debían ponerme, también se mostró muy amable y me dijo que vivía en Río, que era un lugar hermoso y que me deseaba lo mejor.
La tercera y última, una enfermera morena con cara de sádica, me llamó, vio mi ficha y me pidió descubrir los brazos. Antes de que terminara de subir la manga derecha, ya me había puesto la primera, poco después la segunda (por la que aún estoy llorando); y, sin importarle mi berrinche, caminó hacia el otro lado descubriendo e inyectando mi brazo izquierdo. Creo que le di un gracias llorón del que no me siento muy orgullosa.
Salí y Antoni estaba histérico porque lo había dejado solo con Jesús. Manuel, según nos dijo, estaría en el punto de control de la empresa, lugar que convenientemente desconocíamos en ese momento. Nos encontramos con el trocador y este nos dijo dónde era, así que caminamos las dos calles que nos separaban de mi bolsa de galletas.
Llegamos y Jesús respiró profundo al ver que nuestras cosas estaban igual de desordenadas que cuando nos bajamos una hora y media antes. Alejandro aún estaba en su cola, por lo que Jesús ejercitó bastante sus piernas mientras Antoni y yo atacábamos nuestras respectivas provisiones. Nos llevamos una grata sorpresa al preguntar por una botella de agua en el puesto de control y, cuando nos la entregaron y preguntamos el precio, nos dijeron que "el agua de la casa" no se vendía, solo los refrescos. De nuevo Brasil sorprendiéndonos.
Habíamos llegado a Pacaraima alrededor del mediodía. A eso de las 3:30pm la preocupación marcaba los rostros de todos. La única que saldría esa madrugada era yo, mientras que los otros, con una diferencia de unas pocas horas, saldrían día y medio después; el problema era que el servicio contratado debía llevarnos a todos ese mismo día.
Comenzamos a barajear opciones y Manuel, a las 4:30, le dijo a Jesús que ellos dos podían quedarse y él les resolvía irse con otro chofer ya que, además de nosotros, tenía otros dos pasajeros varados en Pacaraima.
Ponderamos las opciones, Jesús entró en pánico unas tres veces y volvió cinco veces a la carpa a ver el avance de Alejandro y actualizarlo. Acordamos esperar hasta las 6 ya que solo si había entrado en la oficina de sellado sería atendido, de lo contrario debería regresar al día siguiente. El clima cambió drásticamente y el tiempo de lluvia amenazaba nuestro viaje. La agencia no llevaba gente a Boa Vista después de las 7pm y yo debía estar antes de las 10 en el aeropuerto para pagar mi equipaje ya que el boleto originalmente no lo incluía.
Después de cumplido el plazo, Alejandro habló con los guardias, les explicó la situación y estos le dieron un comprobante para que fuera al otro día y no volviera a hacer la cola.
Boa Vista
Nosotros cuatro junto con dos desconocidos más nos embarcamos en un oscuro viaje por una carretera eterna. Casi 3 horas después, la luz brillante de una estación de servicio nos dio la bienvenida a Boa Vista. Fuimos al terminal terrestre (Rodoviaria) a dejar a nuestros dos acompañantes y rodamos los minutos que nos separaban del colosal aeropuerto.
La posibilidad de pasar tanto tiempo en un aeropuerto me había parecido descabellada hasta que atravesé las puertas de vidrio. Definitivamente Venezuela estaba súper atrasada en todo. Mi primera impresión fue la cantidad de venezolanos que, al parecer, llevaban como mínimo una noche allí. Les ofrecí a los muchachos conectar mi computadora para cargar sus teléfonos ya que solo yo conocía la necesidad de un adaptador dado que los conectores eran diferentes a los de nuestro país.
Me desparramé en una silla mientras maniobraba para abrir mi manoseada laptop sin dañarla más. Los dejé a todos alrededor de la mesa y fui al baño. Cuando regresé vino el siguiente problema: el aeropuerto tenía el Wifi bloqueado lo que, uno, indicaba que no podríamos acceder o, dos, debíamos pagar por él. Nuestras familias tenían alrededor de 9 horas sin saber de nosotros y, conociendo a mi madre, había tenido mínimo dos ataques de histeria antes de la 5ta hora.
Caminamos por las únicas tiendas abiertas a esa hora y encontramos un pequeño puesto que te daba wifi durante 48 horas por solo 10R$ (menos de $3). Con la barrera del idioma de mi teléfono de por medio, el señor batalló con él para configurarlo y unos minutos después comenzó el concierto de notificaciones. Por gracia divina no explotó y aproveché mientras los demás hacían lo mismo para llamar a mi madre. No me equivoqué.
Estuve al teléfono una media hora escuchando su angustia por no saber nada de mí, llamando a Jose Luis creyendo que él, de alguna forma, podría comunicarse conmigo antes que ella y preguntándole a mi padre si había alguna razón lógica para que los árboles no tuvieran wifi. Me reí mientras la tranquilizaba y ponderé el vasto abanico de opciones...teniendo solo un puesto de comida abierto. Aún no estaba famélica, por lo que decidí comerme un helado y ver qué tantas galletas me quedaban. Ya comería algo durante mi conexión.
Fui dos veces al mostrador de LATAM, la aerolínea con la que tenía ambos vuelos, pero no estaban. Había leído en la página que si registraba mi equipaje 3 horas antes del abordaje, me costaría el equivalente aproximado de $16, mientras que si lo hacía después de esa hora debería pagar el doble. Le pregunté al amable señor que nos dio el wifi a qué hora llegaban y me dijo que alrededor de las 11 (todavía no eran las 10).
Conversamos acerca de trivialidades luego de que Alejandro nos contara parte de su tragedia. Caminé para estirar las piernas unas cuantas veces y me sorprendí (no sé por qué) al ver un grupo de venezolanos salir con todas sus cosas a hacer la cola de abordaje aún cuando todavía no era permitida. Debo admitir por un momento que me avergoncé al verlos pelearse por los primeros puestos y luego lanzar sus equipajes al suelo para "hacer la cola por ellos". Si quería encajar en este país, tenía que olvidarme de ese comportamiento por lo que, asumiendo las posibles consecuencias, regresé a mi asiento y esperé paciente la hora del check in.
A eso de las 11:30 vi a dos trabajadores entrar por la puerta principal, así que tomé mis cosas y Antoni amablemente llevó a mi monstruo por mí. Cuando llegué fue muy evidente que los primeros 20 eran de mi país porque, ni bien entraron, comenzaron a pelear en voz alta por el tiempo que llevaban esperando. Vi la hora y recé internamente porque me dejaran pagar la tasa de $16, pero algo ya me decía que eso no pasaría.
Antoni estuvo conmigo todo el tiempo, incluso se quedó con todo mientras yo corría, nuevamente, al baño. Cuando fue mi turno, ya había escuchado a un pasajero quejarse por el pago de su equipaje, pero seguí rezando. Me llamaron, caminé con todos mis corotos encima, entregué mi pasaporte y el comprobante de la reserva. Me pidieron que colocara el monstruo sobre el peso y casi me rompo un brazo tratando de subirlo. Registró el peso, chequeó mi itinerario y me informó que vería mi maleta en mi destino final, por lo que no tenía que preocuparme por ella durante mi espera en Brasilia. Desafortunadamente, cuando mencionó que el equipaje no estaba incluido y debía cancelarlo, me advirtió de la hora (eran las 12:30), así que debía cancelar los $32 extras. Quise decirle que ellos habían abierto el check in tarde, pero realmente mi cansancio era tal que no tenía ánimos ni siquiera para quejarme.
Tomé los boletos, escuché las instrucciones y luego tomé la orden de pago mientras caminaba pesadamente hasta el otro mostrador. Mi fiel escudero me dijo que debía quejarme, pero lo ignoré. En el mostrador dispuesto para pago de equipaje, conversé con un señor oriundo de Bolívar que iba con dos maletas extras y un cubano que estaba mucho más molesto que yo por el asunto de la hora.
El chico que nos atendió tenía un español muy bien trabajado y me pregunté vagamente si yo sonaría así de bien en inglés. Nos sacó conversación durante la impresión del voucher de pago y dijo que, aunque le había costado mucho, le encantaba el español y se excusó por su "mala" pronunciación. Tengo que admitir que fue el hablante no nativo más fluido con el que hablé durante toda mi travesía.
Estuve un rato más con los muchachos, les dejé unas provisiones que me sobraban (ya que mi mamá me había casi obligado a comer en Brasilia, pidiéndome incluso fotos) y me despedí de Jesús y Alejandro deseándoles lo mejor. Antoni fue conmigo al área de espera que queda antes de la sala de embarque y conversamos de todo lo que nos deparaban nuestros destinos el tiempo restante. Fui honesta y confesé mi pesar por no haberlo conocido antes. Ese era el problema principal de la migración: a veces consigues personas maravillosas los breves segundos antes de su partida. Nos despedimos con un abrazo y deseos propios de mejores amigos y caminé hasta las puertas de vidrio.
Brasilia
El vuelo salía a las 3:05am y yo atravesé las puertas a eso de las 2. Cargué un rato mi teléfono aprovechando al máximo cada centavo invertido en el wifi y me senté a observar a los demás pasajeros. No creo exagerar cuando digo que, al menos, el 60% éramos venezolanos. No debían ser todavía las 2:30 cuando nos dijeron que nos acomodáramos por número de asiento. Recordé mi vaga costumbre de no dormir en lugares extraños y volví a rezar para que el sueño me venciera en cualquier momento de las tres horas y cuarenta minutos que me separaban de Brasilia.
Subí al avión, me tocó el asiento del pasillo en un puesto de tres, el del medio vacío y en la ventana el señor de Bolívar con las dos maletas extras. Me contó su intrincado itinerario y yo le dije el mío. Hablamos unos minutos y me dijo "deberías dormir. Los vuelos realmente cansan". No sé por qué, pero mi subconsciente le hizo caso (¿o era el agotamiento de mi cuerpo?), pero caí en un sueño profundo que fue interrumpido solo por los rayos de luz solar entrando por la ventana. Desde el cielo, Brasilia nos daba los buenos días.
Me estiré lo suficiente como para hacer crujir la mitad de mis huesos, pero también para recuperar parte de la movilidad de mis congelados pies. Bajé con tranquilidad ya que, citando a mi madre, "nadie me estaba esperando". Mi primera impresión fue que hacía más frío en el aeropuerto de lo que hacía en el avión (si es que eso era posible). Extrañé a mi monstruo y deseé haber tenido la precaución de tener una segunda chaqueta a mano por si acaso, pero hasta para mí sonaba ilógico teniendo debajo un pantalón grueso y una chemise oscura gruesa. Respiré profundo pensando en las casi cinco horas que tenía por delante.
El lugar era hermoso y gigantesco. Nunca había visto tantas cadenas de comida juntas; había tiendas de casi todo: libros, ropa, maletas, zapatos, joyería... Estaba eclipsada con todo lo que mis ojos captaban, pero lo que más amé fueron las cintas transportadoras. Yo solo me paraba ahí y ellas me llevaban a otro lugar. ¡Era magia!
Subway fue el ganador dentro de todos los puestos de comida que vi. Pedí lo que quería (señalando más que todo) y me senté a degustar mi primera comida fuerte en día y medio. Caminé un rato y me encontré de nuevo con el cubano. Hablamos acerca de nuestras situaciones políticas similares y en eso un muchacho se nos acercó. Su nombre era Alejandro, un chamo de Ciudad Bolívar cuyo destino final era Chile. Al viajar con cédula venezolana, la taquilla de ExChange no le permitía cambiar unos dólares, por lo que nos preguntó si teníamos pasaporte y podíamos hacerle el favor.
No lo pensé ni dos segundos cuando me presenté y le dije que fuéramos. Quedamos en ver al cubano en un rato. Me contó su historia y yo la mía. Siempre me ha gustado hablar y la mayoría de mis escuchas son callados, así que estuve "encadenada" unos 15 minutos sin tomar aire contándole el calor insoportable de Maracaibo comparado con el frío glaciar que estaba haciendo ahí.
Las tasas, a pesar de ser la misma agencia, varían ligeramente dependiendo la taquilla. Preguntamos en dos y el número no era muy bueno. Nos habían dicho que una taquilla que estaba en el piso inferior pagaba un poco más y fuimos hasta la puerta. Nos dijeron que, al atravesarla, estaríamos saliendo del área de espera y debíamos "entrar" otra vez. Preguntamos si había problema con eso y, al escuchar la negativa, salimos al exterior. Lo poco que vimos fue hermoso. Brasilia tenía tanto verde que me pregunté si no estábamos en medio de un bosque.
Llegamos a la taquilla, conversé amigablemente en portuñol con el que nos atendió y luego caminamos unos 10 minutos sin saber por dónde entrábamos al área de abordaje. Conseguimos a unos oficiales que nos indicaron una simple rampa con dos personas chequeando y fuimos hasta allá. La tecnología en Brasil está tan desarrollada (o en Venezuela tan atrasada) que, con un lector como el de los supermercados, verificaron a través de un código de barras nuestros boletos.
Pasamos a través de los detectores y suspiramos aliviados al ver los señaladores y las tiendas por las que ya habíamos caminado. Compartí las escasas provisiones que me quedaban con Alejandro mientras hablábamos con nuestras respectivas familias.
Por un error de cálculos aunado a muchas otras cosas, Jose Luis no podría ir por mí al aeropuerto a la hora de mi llegada, sino unas 4 o 5 horas después. Trató de convencerme de dejar que otra persona me buscara, pero realmente no quería a nadie más que a él ahí. Había atravesado un país y medio, dormido 3 noches en una ciudad desconocida, viajado casi 15 horas por carretera (sin contar las horas de espera en Pacaraima)... 5 horas no iban a matarme.
Nos sentamos cerca de mi puerta de abordaje ya que, supuestamente, su vuelo salía dos horas después del mío. Por pura curiosidad, cuando ya estaba haciendo la cola en la puerta, le pregunté a Alejandro a qué hora saldría y por cuál puerta. Casi se desmaya al darse cuenta de que su vuelo salía exactamente unos minutos antes que el mío y, mientras corría por el largo pasillo, escuché claramente su nombre siendo llamado por los parlantes. Mi mamá me contó una vez que eso lo hacían como "último llamado" cuando ibas por conexión. Me reí el tiempo que me tomó abordar.
Río de Janeiro
Para estos momentos ya era amiga íntima de los aviones. Seguía odiando los oídos tapados por más tiempo del necesario, pero estaba maravillada por todo lo que tenía que confabularse al mismo tiempo para despegar, volar y aterrizar sanos y salvos.
Me tocó el asiento del pasillo del lado izquierdo, pero cuando entré un señor estaba sentado ahí. Murmuré distraídamente el número del asiento instándolo a decir algo, pero cuando me miró a los ojos supe que no me sentaría ahí. El señor me dijo algo así como que él estaba con los otros dos pasajeros y que si me molestaba sentarme en su puesto (en el asiento del medio en el grupo del lado derecho). Le dije que sí con total naturalidad y pedí permiso para acomodarme. Cuando me senté, el hombre a mi lado me dijo que mirara en dirección al señor, quien se desvivía dándome las gracias como si lo hubiese cargado en mis brazos. Días después me enteré que algunos brasileros tienden a ser groseros y no hubiesen tenido la misma deferencia que yo.
Traté de mirar por la ventanilla a ver si mis ojos lograban divisar el tan conocido Cristo Redentor que juré visitar, pero la mujer en el asiento no dejaba ni una orilla libre, así que miré un poco por la ventanilla de atrás. Vi la playa, edificios, lagos, casitas, incluso las conocidas favelas y, sin darme cuenta, dos lágrimas me tomaron por sorpresa. Después de 8 meses exactos, estaba más cerca de Jose Luis que nunca. Un nudo en la garganta me impidió siquiera pensar en palabras cuando nos anunciaron el aterrizaje. Nuevamente, me tomé mi tiempo y salí para sentir la primera oleada de calor en varias horas.
Caminé sin rumbo buscando las cintas de equipaje por unos minutos, para luego darme cuenta de que había pasado por las escaleras que llevaban a ellas tres veces. Bajé y esperé algo nerviosa a que mi monstruo saliera. "No estás ya en Venezuela, Elvimar. Las maletas no las abren en todos los países", pensaba. Mi maleta salió digna y victoriosa poco después. Un amable señor me ayudó a sacarla antes de que la cinta se la llevara conmigo encima.
Salí y me senté en el área abierta del aeropuerto. El calor me recordó brevemente a mi ciudad natal, así que me quité la chaqueta para disfrutarlo un rato. El wifi era gratis la primera hora, por lo que le escribí a Jose Luis que ya había llegado.
Como la zona donde estaba era la más alejada, la señal no era muy buena y, durante ese tiempo y el que me tomó caminar al otro lado, fue tan intermitente que no pude hablar con nadie más que para informar mi llegada. Pensé que, al igual que en Boa Vista, encontraría alguna oficina o algo similar en el que pudiera pagar por internet, pero no fue así. El único servidor era ese y, después de esa hora, el pago debía hacerse con tarjeta de crédito por la misma página.
Fui hasta el centro comercial conectado con el aeropuerto y busqué mi siguiente comida. Ya que tenía 5 horas por delante y eran las 2pm, lo lógico era almorzar. Siempre he sido cazadora de ofertas y promociones (soy fan de cuponmanía), así que fui directo a Burguer King y aproveché. Tuve una pequeña crisis existencial cuando me di cuenta de que tenía que dejar todo en la mesa para ir a buscar mi orden, por lo que casi corrí ida y vuelta. Me maravillé al ver que tenía en la bandeja cupones y los guardé cuidadosamente para usarlos cuando saliera con Jose.
Intenté un millón de veces conectarme a los wifi que pedían registro y "me gusta", pero ninguno funcionaba. Creo que ser de Venezuela no ayudó en ese momento. Volví al aeropuerto y me senté en una silla con cargadores incluidos. Me dije a mí misma "mí misma, alguien tiene que tener una tarjeta por aquí. Solo pregunta quién puede hacerte el favor de pagarlo y ya".
Justo a mi lado, una pareja joven conversaba con una niña de unos 3 o 4 años acerca del "frío" que había. Respiré profundo un millón de veces y recé para que entendieran lo que les iba a pedir. El discuros empezó con "Oi, boa tarde. ¿Vocês comprenden espanhol?" (Hola, buenas tardes. ¿Entienden español?). El hombre me dio un "más o menos" que me convenció y usé el español más estándar que conocía para explicarles mi problema. La esposa me dijo que no tenían tarjeta, pero fue muy insistente al preguntarme si lo que necesitaba era llamar o enviar mensajes. Les dije que sí, contándoles de mi madre y mi esposo, y la emoción me sobrecogió cuando el hombre dijo "si quieres, yo puedo darte wifi de mi teléfono".
Lo hizo y no perdí un segundo en comunicarme con los amores de mi vida. Llamé a mi mamá y estuve en el teléfono con dos voces de fondo un rato. Colgué y afiné los detalles con Jose Luis, que debía estar llegando a eso de las 7pm. Le expliqué vagamente cómo era la salida y lo poco que vi del mundo exterior, acordando estar allá a esa hora con la pequeñísima posibilidad de conseguir una señal de wifi para que me avisara.
Conversamos un rato en portuñol acerca de la situación venezolana y el corazón se me hinchó cuando el hombre me dijo " trabajé con un venezolano de Caracas. Ustedes son trabajadores y luchadores. Estamos seguros de que saldrán de esta. Mientras tanto, Brasil está encantado de recibirlos". Me desearon mucha suerte y poco después se despidieron para abordar su avión. La niña incluso se despidió de mí en inglés. Me dijeron que, si pedía ayuda a algún brasilero para comunicarme, no tendría problema alguno en dármela al igual que ellos. Recé internamente porque fuese cierto.
Decidí ir al centro comercial y paseé un rato, lo suficiente para perder movilidad en ambos brazos por el peso del monstruo. Usé un cupón y me comí un sundae con Ovomaltina delicioso. Me senté a descansar después de eso y seguí mi recorrido un rato más hasta que vi la hora. Casi eran las 6 y tenía muchísimo sueño. Ya mis papás me habían dicho cómo acomodarme para dormir con todas mis cosas cerca, así que fui a la salida y me acomodé en una esquina donde también podría cargar mi teléfono.
Saqué la chaqueta y la almohadita del bolso que me dejó mi mamá en Caracas, lo volví a enrollar para guardarlo adentro del bolso grande, me senté con los pies encima de la maleta y, abrazando el bolso, cerré los ojos un rato. Puse una alarma por si acaso, pero me despertaron mis propios ronquidos. A eso de las 6:40 empecé a buscar con la mirada alguien de aspecto amigable para pedirle ayuda.
Diosito lindo y bonito me puso en frente a una brasilera acompañada de su hermana y dos niños pequeños. Dejando mis cosas en un sitio estratégico donde pudiera verlas, me acerqué con una timidez ajena a mi personalidad a ella. Le hice la misma pregunta y me dijo que entendía un poco. Le expliqué que necesitaba comunicarme con mi esposo ya que vendría por mí pronto. Me dijo que podía ayudarme, pero tenía que ser yo quien configurara el teléfono (porque ella no sabía). Lo intenté, pero por alguna extraña razón no conectaba. Ella misma me dio la solución al pedirme el número de Jose Luis. Me entregó el teléfono con total confianza y se giró para seguir hablando con su hermana mientras yo hacía mi llamada.
Jose Luis, en su locura, me pidió que le dijera por cuál parte del aeropuerto estaba y que le indicara cómo llegar ahí. Con total vergüenza, le pregunté a la amable señora si podría explicarle ella ya que mi esposo entendía portugués. Ella con todo el amor del mundo tomó el teléfono, le dijo que su nombre era Andrea y caminó hasta la salida para detallarle lo mejor posible el camino. Minutos después, cuando caminaba hacia mí, escuché claramente cómo le decía en portugués que no se preocupara, que ella se quedaría conmigo y me cuidaría mientras él llegaba.
Me mandó a buscar mis cosas y a sentarme a su lado. Volvió a mencionar la situación venezolana y me contó cómo fue para ellos vivirlo con el antiguo presidente. "Pero yo sé que ustedes van a salir de esta. Los venezolanos están muy bien preparados y son trabajadores. Brasil está ganando mucho teniéndolos aquí", dijo mientras yo luchaba con las lágrimas por segunda vez en el día.
Reencuentro de corazones
Tengo esa extraña habilidad de no tener idea de la magnitud de las cosas hasta que ya las tengo encima. No caí en cuenta de que realmente me estaba yendo del país hasta 3 días antes del viaje que me desplomé en los brazos de mi mamá y no me di cuenta de que estaba a nada de reencontrarme con el amor de mi vida hasta que Andrea dijo que estaba a 10 minutos de ahí.
De repente me empezaron a sudar las manos y tuve taquicardia. Le conté a Andrea que tenía 8 meses sin él y pude ver en su mirada que su corazón se rompía por mi dolor. El estómago se me retorció en tantos nudos que llegué a preguntarme si era emoción o miedo lo que sentía. Decidí que era una mezcla de ambas. Nos enamoramos en un momento específico de nuestras vidas, nos casamos en otro y yo sabía, más que nadie, que 8 meses pueden ser una eternidad. Él había vivido situaciones difíciles estando prácticamente solo en otro país y yo había vivido un calvario durante la decadencia progresiva del país que él había luchado por dejar. Éramos dos personas totalmente diferentes. ¿Podríamos amarnos así todavía?
Todas mis dudas se vieron resueltas cuando lo vi llegar. Me había dado una descripción de su ropa como si fuera a confundirlo o a no reconocerlo a pesar de la cantidad exagerada de fotos que me había pasado en los últimos días. Era más hermoso de lo que recordaba.
Inconscientemente me llevé las manos a la boca y una lágrima se apresuró en salir por mi ojo derecho. Andrea me preguntó qué pasaba y yo, haciendo un esfuerzo sobrehumano porque fuera entendible, le dije "ya llegó". Ella vio hacia donde señalaba y me dijo "corre" o "anda" o lo que sea, así que salí corriendo y sus brazos abiertos me recibieron.
Como todos deben saber, yo mido 1.60 y Jose Luis 1.90, por lo que estoy segura que la emoción fue mucha ya que me dejó abrazarlo por el cuello. Ninguno dijo nada y solo se escuchaban mis gemidos que dieron paso a un llanto sacado de lo más profundo mientras sus lágrimas mojaban el cuello de mi chemise. Lo primero que escuché de él fue "te amo" y aún no estoy segura de si respondí o no, solo seguía llorando y llorando. Me dio un beso atropellado y recordó que el taxi nos esperaba (él había sido transferido a Río esa misma semana, por lo que tuvo que vender sus cosas en la ciudad donde vivía. Venía directo de la Rodoviaria a buscarme).
Lo tomé de la mano y casi lo arrastré al lado de Andrea, quien estaba llorando en silencio. Obviamente mi conversación acerca del tiempo separados la afectó y volví a maravillarme con la calidez del brasilero. Media hora antes, esa mujer ni siquiera sabía de mi existencia.
Jose Luis se desbordó en agradecimiento por la ayuda de Andrea. Ella, con un ademán amistoso, le dijo que no había sido nada, que tenía una esposa muy conversadora y que había sido un placer conocer nuestra historia. Le di a Jose el bolso y el monstruo mientras me despedía de Andrea. Me abrazó con un amor desmedido y me deseó toda la suerte existente en el universo. Cuando empezamos a caminar, apenas separándonos de ella y su hermana, me gritó "Bienvenida a Brasil".
Mi esposo, mi hermoso esposo, me llevaba de la mano como quien lleva un tesoro el espacio que nos separaba del taxi. Cuando llegamos, el taxista me miró como si hubiese escuchado la misma historia que Andrea conocía ahora y me saludó cordialmente. Subimos la maleta y nos sentamos en el asiento trasero, yo en la puerta ya que quería ver la ciudad aunque estuviese entrada la noche.
No recuerdo un momento de nuestro viaje en taxi en el que Jose Luis no me tocara. Llegué a creer que pensaba que estaba teniendo una alucinación o algo similar porque me abrazaba, me besaba (un poco subido de tono algunas veces), me tomaba las manos, me acariciaba los brazos, me estrujaba... Era como si no pudiera creerlo, aunque la verdad es que yo tampoco.
Llegamos al que sería nuestro lugar por un tiempo. Un buen número de los compañeros de Jose Luis invadían el apartamento para darnos la bienvenida. Yo solo buscaba una porción de piso lo suficientemente ancha para mi cuerpo. Al no tener provisiones (yo aún conservaba algunos frutos secos, pero no los compartiría ni con mi esposo), mi esposo pensó salir a comprar algo para comer. Nos sorprendió ver que los presentes estaban preparando la cena y ya estábamos en la cuenta, por lo que podíamos pasar al cuarto y ponernos cómodos mientras tanto.
Esos minutos entre la entrada al cuarto y la cena están bastante borrosos en mi memoria. Solo recuerdo que vi el suelo y dije "yo me recostaré un momentico mientras tanto" y lo siguiente que supe es que él me estaba obligando a masticar algo que extrañamente ya había mordido. Cenamos hamburguesas envueltas en papel aluminio porque no había platos y dormimos en el suelo porque no teníamos colchón aún... No recuerdo haber sido más feliz alguna vez (ni haber estado más cansada tampoco).
Fue una travesía larguísima, con muchos actores secundarios, problemas primarios, confusiones, frustraciones, nostalgia, melancolía, pero, a fin de cuentas, la recompensa estaba ahí esperando por mí y puedo decir con certeza que valió totalmente cada segundo.
Elvimar Yamarthee
Tiempo: Desde el 15 hasta el 19 de mayo de 2019 (5 días)