2020
Esta crónica es una burda referencia a ‘‘1984’’ de George Orwell.
He muerto al fin. Mi vida llegó a su fin hace pocas horas y no sé exactamente a dónde voy, solo sé que me estoy moviendo. Mamá, papá, abuela, abuelo, todos ellos se han ido. Solo quedaba yo.
Siempre me dijeron que esta era una etapa, una época, un ‘‘mientras tanto’’, una simple transición y yo cometí el error de creer que así sería. Por años vi cómo moría la gente a mi alrededor. No podía hacer más por ellos de lo que podía hacer por mí. Vivía en medio de la línea de fuego y no lo sabía, jamás lo supe, hasta que todo explotó.
Mi historia comenzó por allá por el 96, cuando mamá y papá pudieron verme luego de 4 años intentándolo y unos trágicos 8 meses de gestación. Nací y crecí en el seno de una familia estable, no muy adinerada pero sí acomodada. Fui a colegios públicos porque, en aquel entonces, la educación no tenía distinción: todos recibíamos los mismos conocimientos, la única variación era la infraestructura. Terminé la básica y me gradué de bachiller en un colegio privado con un poco más de esfuerzo. Esa oportunidad me permitió desarrollarme en áreas culturales que jamás había considerado. Comencé a estudiar dos carreras universitarias y a moverme en diferentes ambientes. Todo era maravilloso hasta el día en el que todo cambió.
Una bruma nos cubría sin saber la razón. Expertos se quedaban paralizados al no saber la respuesta a una interrogante común: ¿qué estaba pasando? ¿Por qué la gente tenía esa sensación? ¿Por qué los perros ladraban sin cesar y los gatos se crispaban de repente? ¿Qué causaba aquella zozobra en la que parecía que el mundo fuera a acabarse?
Las bombas llegaron de todos lados. No esperábamos un ataque semejante. El suelo temblaba incesantemente víctima de constantes ataques. Balas, bombas lacrimógenas, piedras, perdigones… Costaba identificarlos por separado cuando se confundían unos con otros. Temí por mí y por los míos.
Busqué refugio bajo unos techos de concreto, pero mi expresión denotó pánico cuando vi resquebrajarse la pared del fondo. Un rayo de luz se coló por la brecha y rozó la punta de mi zapato, alertando de mi presencia a una serie de uniformados que se movían en bloques por las calles. Corrí. Corrí. Corrí.
Comencé a preocuparme al no reconocer a ninguno de los que corrían a mi alrededor. Desde hacía meses que comía muchísimo menos que antes, así que mi cuerpo manejaba mejor el ejercicio intenso. Los barrotes en mi torso, cubiertos escasamente por una fina capa de piel, encerraban y protegían celosamente mis órganos vitales. Mis huesos podían verse sin necesidad de Rayos X, pero había dejado de alarmarme. El resto de los habitantes no era muy diferente a mí. Todos estábamos famélicos.
Me detuve en un abandonado centro comercial y entré buscando provisiones. Mi bolso solo podía transportar unas cuantas latas de algo y uno que otro retazo de tela para lavarme ya que el peso amenazaba con quebrar mi columna. Era unos centímetros más baja porque mi columna había comenzado a doblarse contra sí misma. Mamá solía decir que era una boa constrictora. Aproveché una entrada al sótano y me senté en una esquina.
Extrañaba a mamá y a papá. El gobierno había iniciado una ‘‘lista de oportunidades’’ en las que les daban a algunos adultos jubilados viajes a otros países por unos pocos días… o eso era lo que nos hacían creer a todos. Era una especie de limpieza. Los compraban con la idea del viaje y los hacían esperar en un cuarto para luego liberar sustancias tóxicas que acababan por matarlos en un par de minutos. Al gobierno no le convenía seguir manteniendo a gente que no trabajara. Les dije mil veces que no me parecía algo bueno, pero a ellos les gustaba viajar, así que fueron los primeros en anotarse en el sorteo (que, convenientemente, se realizaba cada semana en todo el país).
Mi hermano estaba fuera del país. Mi familia decidió llevárselo por unos meses al extranjero ya que ellos vivían allá. Yo no quise ir porque odiaba perder clases. Exactamente 22 días después de su salida, la tragedia cayó del cielo y no supe más de ellos ni de nadie. El exterior dejó de existir para todos nosotros y las fronteras se convirtieron en punto de control, igual que en cualquier cárcel del mundo.
Un brillo me distrajo de mi cavilación. Me levanté con cautela y caminé los 5 metros que me separaban de aquel destello, para encontrarme con una lata de frijoles que estaba por caducar. Busqué frenéticamente mi navaja y abrí el envase. Aún olía bien, algo oxidado, pero bien. Usé la pequeña cuchara de mi navaja y acabé con la lata unos minutos después. Hacía dos días que no comía nada.
Luego de que mis padres fueran ‘‘llevados de viaje’’, la comida fue escaseando progresivamente hasta dejarnos únicamente con 3 piezas de pan, 2 cartones de jugo y 1/8 de carne a la semana. Estas provisiones eran entregadas por militantes del gobierno en antiguos centros comerciales luego de verificar por dos scanners tu identificación y obligarte a poner tu huella dactilar en un tercer scanner más un análisis de retina en el cuarto. No había forma alguna de adquirir una segunda porción. Incluso los revendedores habían ‘‘cerrado’’ sus negocios al verse afectados también. La única forma de poder comer algo más era cultivando en casa, pero si el gobierno se enteraba de que producías más del equivalente a 3 raciones semanales, iba hasta tu casa y mataba (cortaba o aplicaba pesticida) tu fuente de alimento. Nadie podía tener más que el Estado.
Paulatinamente fueron cerrando los principales restaurantes del país al no percibir los ingresos suficientes. El dinero había terminado su vida útil. Todo se manejaba mediante una identificación. Trabajabas para el gobierno y ellos te proveían de tu ración semanal. Solo eso recibías. Habíamos aprendido a hacer nuestras necesidades en letrinas y, después de concebir un hijo, a las mujeres se les practicaba una histerectomía completa. Si el hijo era varón, se unía inmediatamente a las fuerzas armadas. Si era hembra, se le permitía permanecer con su madre hasta los 18 años, cuando se repetía el proceso. Éramos procreadoras únicamente. Nadie podía estudiar, solo veían algo parecido a la escuela básica en las que aprendían cómo había llegado la gente al poder y cómo se enlistaban los hombres en la milicia. Apenas aprendían a escribir bien.
No podía creer que había sido la última generación universitaria. Ni siquiera había obtenido mi título y sabía más que cualquier funcionario. Solo habían pasado 6 años y ya no podía recordar cómo era estar en una clase. Mi vida se concentraba solo en sobrevivir.
Obviamente, se creó una resistencia, conformada esencialmente por estudiantes. Teníamos dirigentes mayores que nos formaban en los temas referentes a la guerra y a cómo combatir fuerzas. Atrás había quedado la fobia a las armas, ahora podía armar y desarmar en segundos una 9mm, incluso una escopeta. Me había especializado como francotiradora y paramédico. Estuve inmersa en miles de enfrentamientos y salí ilesa de todos ellos, pero nunca me sentí bien. Sentí que estaba matando al hermano de mi vecina o al sobrino político de mi tía… Ninguno de esos hombres había conocido el calor de madre y yo les estaba quitando la oportunidad de llegar a conocerlo algún día.
Un ruido en la parte superior interrumpió nuevamente mi soliloquio. Me coloqué en posición de ataque y esperé. No parece haber nadie, dijo uno. 2389 dijo que había visto entrar aquí a una mujer. Si nos mintió, sabe que irá de viaje con nosotros, aseguró otro. Me mordí la lengua hasta sentir un sabor metálico en la boca. Respiré profundo y comencé a moverme lentamente. Me pegué a la pared tanto como mi bolso me lo permitió y tanteé hasta llegar a la esquina debajo de la escalera. Buscaré abajo, tú sube, dijo una tercera voz, ¿cuántos habían venido? Mis ojos se habían acostumbrado a la tenue luz del sótano, así que yo llevaba la ventaja. Una luz amarilla se reflejó en la pared del frente y todo mi cuerpo se tensó en respuesta. Vi al hombre bajar y aguanté la respiración mientras sacaba cuidadosamente la navaja de mi bolso. El hombre bajó escalón por escalón con la seguridad que el uniforme le daba. Bajó el último y giró inmediatamente a mi posición sorprendiéndome, pero poniéndome en guardia inmediatamente.
— Espera —susurró al verme abalanzarme hacia él y, para mi total sorpresa, giró la mira del arma hacia su rostro. No podía creerlo. ¡Era Emilio, uno de mis compañeros de la rebelión!
— Gracias a Dios —bajé la navaja y él apagó la mira. Nos abrazamos rápidamente y ambos volvimos a mi escondite.
— ¿Qué haces aquí?
— Tus amiguitos rondaban la calle donde estaba y corrí hasta aquí. Pensé que nadie se había dado cuenta.
— Me sorprende que tú te hayas confiado. Hay una mujer a unos 30 metros de la entrada que es infiltrada de Morales. Ella llamó minutos después del estallido diciendo que una joven de cabello rojizo había entrado y vine esperando encontrarte.
— Siempre estoy por cambiar el color, pero no hay forma de conseguir un tinte en medio de este caos —bromeé.
— Necesito sacarte de aquí.
Emilio se llevó la mano al rostro y se rascó la inexistente barba. Ningún militante podía diferenciarse del resto, a no ser que hubiera nacido con eso. Cualquier marca que no fuera un lunar o mancha debía eliminarse, incluyendo verrugas.
— Saldrás esposada —exclamó.
— Ni muerta, tendrías que llevarme a la base y sabemos cómo terminará eso.
— Confía en mí, encontraré la forma.
No tengo la menor idea de lo que me hizo aceptar, pero minutos después caminaba con los brazos esposados detrás de mí y Emilio tomándome de uno de ellos. Los dos que estaban con él se nos unieron antes de salir, reconociendo rápidamente mi captura.
Salimos a la escasa luz del sol que anunciaba el próximo crepúsculo. Lo único que esta especie de guerra no había podido llevarse nunca era la belleza del alba, el crepúsculo y la luna llena. Era como la perenne esperanza de que algún día saldríamos de esto.
Luego todo pasó muy rápido: Emilio me soltó las esposas, me dio un arma pequeña de su bota y le disparó a uno de sus acompañantes, instándome a dispararle al otro. Corrimos a la camioneta, un ruido sordo sonó a lo lejos y luego sentí cómo caía al suelo.
¡Victoria!, escuché que gritaba. Un dolor punzante me obligó a mirar a mi cárcel personal y vi cómo se manchaba de rojo mi gastada blusa verde agua. Llevé mis dedos a la herida y vi que estaba a solo dos centímetros del corazón… Un disparo certero. El aire me abandonó de golpe y mi visión se nubló. Escuché un disparo.
— Tengo que llevarte con los demás, ellos sabrán qué hacer —dijo mi eterno compañero.
— ¿Quién… quién…
— Fue 221, el de ojos claros. Le disparé de nuevo. Tengo que llamar a Gustavo para que se prepare —y sacó de su bota un teléfono más pequeño que mi muñeca. ¡Hacía siglos que no veía uno! Puse mi mano sobre la suya y solo pude decir No—. Nada de no, tú vienes conmigo —me levantó del suelo como si no pesara nada y se dirigió al vehículo que presenciaba inanimado mis últimas respiraciones.
Solo recuerdo haber sido acostada en el asiento trasero y no poder respirar profundo, solo pequeñas inspiraciones. Emilio tomó el volante y condujo, pero ya yo no estaba con él…
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Abrí los ojos, me llevé la mano al pecho y respiré frenéticamente. Grité con todas mis fuerzas y, unos segundos después, mamá entró al cuarto.
— Shhhhh, ya, ya pasó. Fue una pesadilla —repitió mientras me abrazaba meciéndome.
— No, no, yo…
— Ya, ya, todo está bien.
Repitió esas palabras un millón de veces hasta que pude enfocar mis ojos en ella. Era ella. Estaba conmigo… Estaba en mi cuarto, mi hermano en el suyo, mi padre durmiendo y mi madre trayéndome de vuelta la vida.
— Ustedes morían y yo también… y todo era horrible. No había comida —logré escupir y comencé a llorar incontrolablemente.
— Pero todavía seguimos aquí. En la alacena solo hay un paquete de arroz, no hay mucho más que comer, pero seguimos aquí —se lamentó y suspiró… Era la quinta semana seguida que usaba su creatividad para poder darnos al menos una comida al día.
¿Quién dice que fue solo un sueño?
Se despide, La Jonatica Universitaria