10 metros.
Muchos hablan del momento cumbre de su vida como algo que ya no volverá a pasar, otros como algo que puede volver a hacerse en un futuro lejano y yo como algo que espero hacer cada fin de semana.
Si mi madre hubiera tenido un parto acuático, tendría una interesante historia que contar sobre cómo eso influyó en mi vida, pero la realidad es que mi mamá es lo más parecido a un gato humano. Mi padre ha dictado clases de natación desde mucho antes de que yo naciera. De ahí viene mi inmenso amor al agua.
Como profesora suplente, existían ciertos retos que debían cumplir. Debía ‘‘programar’’ pequeñas clases, estar pendiente de los que no sabían nadar, indicarle a los que sí sabían su asignación del día y, cuando llegara el momento, ayudarlos a vencer el miedo a las plataformas.
La última tarea era sencilla en los trampolines de 1 y 3 metros, pero algo trabajosa en el de 5 metros, sin contar 7 y 10. Muy pocos alumnos decidían, por voluntad propia, subirse a las últimas dos plataformas y lo comprendía. Jamás me había lanzado y no tenía muchas ganas de hacerlo.
Hace dos semanas un alumno, que estaba muy bien gracias, me retó a subirme a la plataforma de 7 metros. Al principio, no parecía una idea tan mala…hasta que estuve de pie en el borde. Justo debajo de mí estaban los dos trampolines de 1 metro y yo creía, con todas mis fuerzas, que, al lanzarme, caería sentada sobre ellos. El alumno en cuestión me observaba desde 10 metros y reía divertido ante mi aterrada mirada. Se lanzó y yo quedé boquiabierta ante la determinación empleada. No vaciló ni un solo instante.
Miré a ambos lados y me descubrí sola a 7 metros del suelo. La única regla en las plataformas era que, si subías por las escaleras, tu única forma de bajar era cayendo al agua. Si la regla había sido impuesta, yo era la que menos debían considerar romperla.
Sacando voluntad de algún recóndito lugar en mi ser, logré dar ‘‘el salto de fe’’. Sentí que mi cuerpo se dividía en dos y que tardaría siglos en llegar al agua, pero, al entrar finalmente a la piscina, supe que debía hacerlo de nuevo.
Una semana pasó y mi emoción no mermaba. Tal vez no significaba mucho para los demás, pero para mí significaba otro reto superado… ahora faltaba el más importante.
Sentada en el borde de la piscina, no podía dejar de contemplar las plataformas. De haber estado al lado de Don Quijote, este hubiera sugerido que eran gigantes y, para mí, lo eran.
El momento había llegado. La plataforma de 5 metros no representaba un riesgo y la de 7 ahora parecía menos peligrosa. El problema fue cuando una alumna me pidió que subiera con ella a 10.
Me acerqué tímida y lentamente al borde. Nunca había estado de pie en la orilla, siempre había gateado para solo asomar mi cabeza y mirar hacia abajo. El aire se escapó de mis pulmones y cada terminación nerviosa de mi cuerpo estaba, literalmente, nerviosa. Las piernas me temblaban y el pulso no dejaba de ir en aumento. Mi compañera respiró profundo y saltó. Yo me congelé.
Siempre creí que, como estábamos en el ‘‘aire’’, corríamos el riesgo de ser atropellados por un ave y contuve la respiración cuando una paloma voló a un brazo de distancia de mi pétreo cuerpo. Miré a Michael que esperaba ansioso en una banca y los testigos que se habían congregado alrededor de la piscina que ahora parecía más pequeña.
Seguí los pasos que siempre explicaba: postura firme, mirada al frente, respiración profunda y solo un paso. Cerré los ojos…y di el paso. Caía lenta y torpemente a la piscina y, en las profundidades, comencé mi ‘‘baile de victoria’’. Cuando respiré nuevamente, mi público aplaudía y yo me sonrojaba. Lo había logrado.
Se despide, La Jonatica Universitaria