¿Princesa o Arquitecto?
Cuando era pequeña y se acercaba la navidad, mis regalos (los de mis padres) eran cosas elaboradas: una bicicleta, unos discos, una guitarra, mis libros de Crepúsculo… Regalos que podría usar o disfrutar por el resto de mi vida si los cuidaba bien.
El problema de todo esto radica en los regalos de mis tíos, primos mayores y amigos/tíos de mis papás. Los ‘‘presentes’’ eran, lo que llamamos en Venezuela, un tiro al piso, es decir, lo que sin lugar a dudas me darían: maquillaje, collares, zarcillos y pulseras (decían que estaba pequeña para los anillos, pero la verdad era que no me acostumbré nunca a usarlos y por eso, actualmente, me cuesta mantenerlos en el mismo dedo una noche completa).
Los recibía con la mejor sonrisa falsa de la historia para no hacerlos sentir mal, pero terminaban tiñendo el agua de la piscina de mis muñecas: el W.C., retrete, poceta, toillet o como quieran decirle.
También, estas mismas personas, me decían que no podía usar pantalones todo el tiempo, que las niñas ‘‘de mi edad’’ usaban faldas o vestidos, que debía mostrar mis hermosas piernas (pero no mucho porque se veía mal), que debía adelgazar porque estaba hecha una vaca (a las 9 años. Que hermosos comentarios, ¿no?) y ellos seguían hablando mientras mamá me hacía señas desde atrás para que no frunciera el ceño ni abriera la boca (porque sabía lo venenosa que podía llegar a ser).
Así fui creciendo entre bullying, desórdenes alimenticios y deseos suicidas, el paquete completo de la adolescencia. Mis papás no tenían la culpa, sino los estúpidos que creían tener ciertas atribuciones en mi vida.
Cuando estudiaba primaria en el colegio pequeñito a dos cuadras del apartamento donde viví hasta mis 14 años, a los niños no les importaba quién era gordita, quién flaquita ni dónde vivía uno. Mirando hacia atrás, si no hubiera sabido que entre mis piernas no colgaba nada y que, algún día, tendría lo mismo que mi mamá y mi tía en el pecho, el universo entero hubiera creído que yo era varón.
Me encantaba subirme en los árboles de mi tía. Una vez mamá llegó y yo estaba a unos 3 metros del suelo. ¡Casi se desmaya! Y yo bajé en menos de lo que dura un estornudo.
También jugaba con los carritos de mis primos porque, cuando yo rondaba los 8 o 9, solo tenía dos primas, el resto eran varones. Aprendí a hacer muchas cosas que lamento no recordar, pero que me sirvieron para ser la mujer más o menos fuerte que soy ahora.
Volvamos a la realidad: ¿por qué mis ganas de escribir este preciso artículo en este preciso momento? Desarrollaré la respuesta lo más claro posible.
¡¿Qué les estamos enseñando a las niñas de ahora?!
Estoy cansada de leer ‘‘cásate con el hombre dispuesto a construir un castillo para ti aunque solo tenga papel y lápiz’’, ‘‘si un hombre hace esto, esto y esto por ti, te ama con locura’’, ‘‘si tu hombre no te dedica el tiempo que mereces, no te ama’’ y mil patrañas más.
Primero, hay señales que te da CADA HOMBRE para hacerte saber que te ama. No es un estándar para todos, hay unos que hacen esto y otros que hacen aquello y esa puede ser la muestra más grande de amor en la historia. En mi caso, que haya comprado un pote de helado de chocolate cuando a él le gusta el de fresa. Simple y sencillo.
Segundo, todos tenemos cosas que hacer. Existe algo llamado trabajo y estudio y eso requiere de tiempo y dedicación. ¿Cómo voy a exigirle yo a mi pareja médico, ingeniero, abogado o lo que sea que deje su trabajo botado para venir a verme? ¿Dónde queda el amor y la comprensión en todo eso? Es decepcionante estar enamorado de una persona y que ella insista en verte a pesar de que le has repetido mil veces que estás cansado porque tuviste mucho trabajo y de paso debes estudiar y que esa persona no sea capaz de ponerse en tu lugar un momento. De nuevo, en mi caso, un beso al mediodía o que me acompañara a la parada bastaba para sentirme completa. Uno siempre quiere tiempo con su pareja, pero no puede convertirse en el centro de tu vida. Así no es como debería ser.
Y por último, aunque la puse de primera, el fulano castillo de la fulana princesa. ¡POR DIOOOOOOOSSSSS! (y me permito ponerlo en mayúsculas). ¿Qué tan estúpido hay que ser para seguir creyendo que el hombre debe hacer todo? ¿Dónde está el ‘‘una mujer debe construirte un castillo’’ o ‘‘una mujer debe hacer ciertas cosas por ti’’? NO HAY NADA DE ESO (mayúsculas otra vez).
Hace como una semana cumplí un año con mi novio y mucha gente se sorprendió cuando dije que, la tercera vez que se lo pedí, a la final me dijo que sí. ¡Yo le pedí que fuera mi novio! ¿Por qué? ¡Porque me dio la gana! Porque quería ponerle nombre a la relación que teníamos desde hacía más de un mes, porque quería saber que él estaba tan comprometido como yo, ¡porque sí! Porque no quería esperar más tiempo. Nunca le pregunté en cuánto tiempo pensaba pedírmelo él, pero fue algo que me nació. ¡Vi alguien por el que valía la pena el ‘‘sacrificio’’! Muchas mujeres dicen que me humillé, que él debió hacerlo y no yo, que eso no es así.
Una pregunta: ¿quién puso una regla tan estúpida? ¿No puedo comprarle un helado de fresa? ¿No puedo pagar una cena? ¿No puedo hacerle visita yo? Honestamente, no comprendo.
Siempre lo había creído, pero comencé a convencerme más desde que estoy con él: una relación es de dos iguales, no de una princesa y un lacayo. Si yo trabajo y tengo dinero, ¿por qué no puedo comprarle algo por lo que lleva meses ahorrando? ¡NO! Eso es de él, yo no tengo por qué gastar mi dinero… pero él si debe gastar el suyo bajándome las estrellas cada semana. ¡Que bella es la moral!
Y hablando del título ‘‘¿Princesa o Arquitecto?’’…
Papá siempre me dijo que yo era su princesa, que era un regalo que Dios y todos los ángeles habían enviado a su vida para hacerla más feliz y muchas palabras hermosas más que no diré para que no sientan envidia (ni yo me creo lo de la envidia).
Pero, además, nunca me dijo que debía esperar al príncipe azul, sino que debía estar segura de que el sapo que estaba conmigo tenía potencial. Esas palabras no significaron mucho en aquel tiempo, pero sí tienen sentido ahora.
Mamá también dice ‘‘uno debe besar muchos sapos hasta encontrar al príncipe… pero yo sigo besando al mío esperando que se convierta’’ y hasta el mismo hombre-sapo se ríe.
No me crié con la esperanza de encontrar un hombre maravilloso que me hiciera su esposa y que saliera a trabajar mientras yo me quedaba en casa cuidando a los niños. Me crié con aspiraciones a postgrados internacionales, viajes alrededor del mundo, trabajos de medio tiempo, ideas innovadoras, negocios independientes y demás afines. Me enseñaron a construir mi propio castillo para que vivieran en él los que YO decidiera. Claro, que todas las historias fantásticas funcionan porque nadie vive con la suegra ni el suegro…
Aprendí a ser una dependiente independiente. ¿Cómo se come eso? Pues, que aprendí todo lo necesario para valerme por mí misma, pero que aún no he decidido emplearlo porque sigo en casa con mis papás y mi hermano.
Mi novio no estaba en mis planes y ustedes, mis pocos pero estimados lectores, pueden dar fe de eso al ver cómo lucho todos los días para poder darle un poco de mi tiempo. Ya me acostumbré a la idea del novio aceptado en casa, pero eso siempre me pareció una atrocidad. Cambié muchas cosas en el último año, pero no para complacerlo, sino porque me di cuenta de que no podía seguir siendo tan cerrada a nuevas experiencias. Me costó dejarlo entrar en mi vida porque nunca pensaba en consecuencias que afectaran a alguien que no fuera yo, pero esta vez quise hacerlo.
Debo lidiar con su familia que, lentamente, se ha ganado mi corazón y me da hasta risa que crean que sería capaz de ocultar un embarazo para no ‘‘pasar la pena’’. Estas ideas locas salen a la luz porque la novia del consentido ama a los bebés y vive publicando tonterías relacionadas con ellos. Si amo tanto a los bebés, ¿no creen que ya hubiera comprado una pantalla gigante y me la hubiera soldado a la cabeza para que todos supieran? Tal vez no entienda su desconcierto porque, en mi familia, todos nos enterábamos de algo hasta que el protagonista caía en cuenta. Son patrones que no están en mi sistema.
En fin, aquí está de nuevo la escritora más olvidadiza de la historia, que ama lo que hace, pero siempre está demasiado cansada para escribir. Feliz Navidad (porque no sé cuándo vuelva a publicar).
Se despide, La Jonatica Universitaria