¿Cómo no llorar?

04.07.2016 12:57

¿Cómo no llorar si cada día siento que una parte de mí se va? ¿Cómo no llorar si veo los rostros de los más vulnerables con un brillo de esperanza que ya perdí? ¿Cómo no llorar si debo ver a los demás desgastarse para poder labrarme a mí un futuro?

Todos los días vivo una resurrección. Muero mil veces, pero debo volver a vivir porque no hay dinero para morirse ahora.

Vi a la Llorona caminar por el cementerio en silencio porque, de encontrar a sus hijos, sería demasiado lo que tendría que pagar para poder mantenerlos, así que decidió dejarlos donde estaban. Veo al Silbón a pie ya que su caballo necesitaba agua limpia y hojas verdes, pero gracias a la ‘‘sequía’’ el agua está amarilla y todas las plantas murieron.

Ya ni los fantasmas aparecen porque los precios nos asustan más que ellos. Los monstruos que viven bajo mi cama decidieron dejar de salir para que no les cobrara alquiler. Ya ni siquiera florecen las plantas, aunque les he dado todo el ‘‘abono’’ proveniente de Galatea en vista de que el precio del saco se fue a los cielos.

Uso las servilletas para limpiarme la boca después de comer, pero las guardo en el bolsillo por si olvido el cuaderno de la universidad. Los lápices casi han desaparecido de mi bolso, pero, cuando tengo, los uso para levantarme un moño y así darle algo de aire fresco a mi sudoroso cuello.

Mi largo y sedoso cabello cada día molesta más. No tengo shampoo suficiente para lavarlo ni el aguante para tenerlo suelto a la luz del sol más de media hora. Bien decía aquella historia que rodaba por los correos cuando yo era pequeña que, en un día no muy lejano, las mujeres se cortarían al ‘‘estilo machito’’ por falta de agua y productos. Que ilusos fuimos todos al ignorar esas pequeñas advertencias.

El desayuno, parte fundamental de nuestra dieta y base para nuestro rendimiento diario, ha desaparecido de las mesas venezolanas sin darnos cuenta. Ahora son retazos de una cena tardía o inicios de un almuerzo temprano. Es común ir por la calle escuchando el concierto gástrico de los transeúntes y que el mío se una al coro.

Mi almuerzo es el fin más preciado, el regalo esperado y el momento más importante del día. Por un instante, el resto de tu vida no importa y puedes desconectarte de todo después del primer bocado… pero el espacio entre el primero y el último cada vez es más corto. Antes teníamos la posibilidad de repartir lo que quedara en la taza, ahora miramos a los lados esperando encontrar un árbol de cualquier fruto para poder llenar los espacios vacíos que dejó una experiencia fugaz.

La cena, punto de encuentro entre los incansables trabajadores, se convirtió en noche de películas con algo para picar para poder distraer la falta de ‘‘materia prima’’ en el hogar. Todos sabemos, pero nadie quiere decirlo en voz alta, así que corremos a buscar una botella (lo más grande posible) de agua bien fría y las galleticas que procuramos no mirar unas horas antes para despedirnos una vez más de esas 24 horas.

Así vivimos. Solo 24 horas. Comida para 24 horas, agua para 24 horas, preocupaciones solo por 24 horas, pero todo vuelve a comenzar al día siguiente.

Mi mamá se ha convertido en una Master Chef a la fuerza. Ha tenido que alargar comidas y, muchas veces, dejar de comer ella para que podamos comer nosotros.

Recuerdo con sorna las veces que decían en el colegio que yo estaba gorda porque comía mucho. Nunca tuvieron la razón, pero sí comía bien. Solía picar mucho, pero amaba las ensaladas. Ahora siento cómo mi cuerpo se va ensanchando más, pero no por algo bueno. Me he vuelto intolerante a cosas que antes comía con naturalidad.

El consumo incontrolable de harinas ha acabado con nuestro sistema. Antes las arepas eran un ‘‘resuelve’’, esa comida que hacían cuando querías variar. Ahora se han vuelto el arroz y la pasta de todos los días. El mango se volvió la carne, pollo y pescado de los almuerzos y las galletas de la merienda.

Cuando nos enfermamos de algo, inmediatamente se agrava debido al estrés y, en muchos casos, depresión que este estado nos produce. Hace poco tuve reacción a la lactosa (después de 8 meses sin tomar leche) y, lastimosamente, vomité lo que había comido.

Mi papá me encontró en el baño limpiando todo con lágrimas que no dejaban de llegar. Por mi mente solo cruzaba un pensamiento: había devuelto lo único que había comido en el día y la nevera no tenía nada más.

Después de que mis lágrimas se detuvieron y ya me había aseado, me recosté a esperar que el sueño me venciera con un gruñido cada vez mayor en el estómago… pero si comía, no podría almorzar después.

Siempre me había dado asco lo referente al vómito, pero por primera vez me dio dolor y mucha tristeza. Ignoré las constantes arcadas y las punzadas de dolor, pero no pude y me reproché por varios días mi debilidad. Así como yo, varias han sido las personas que han puesto en segundo plano las repercusiones que este tipo de reacciones tienen en el organismo.

Mi conexión con personas de otros países me ha llevado a creer que lo que vivo es catastrófico, pero sé que es porque todo el tiempo buscamos formas de ignorarlo y vivimos con la absurda idea de que esto pasó antes. Morimos de dolor y vemos cómo las personas que amamos se van del país dejándonos en medio de una diatriba abismal: ¿nos vamos o nos quedamos? (como dice la canción).

Y nos vamos quedando… y se van yendo.

Y seguimos esperando.

 

No estamos muriendo de hambre. Estamos muriendo de tristeza.

 

Se despide, La Jonatica Universitaria